Lo más sorprendente de todo es que no hizo falta hacer para aprender: cuando llegaron las ayudas, cuando llegaron los medios, cuando llegó la infraestructura, cuando por fin aterrizaron las posibilidades, ellos ya estaban preparados. El Festival de Las Palmas y el Tenerife Shorts fueron su escuela, la ventana hacia el descubrir que otro cine era posible, y que hacer cine también estaba en sus manos, que las historias que vivían a su alrededor también eran valiosas. Aquellos festivales sirvieron como descubrimiento (basta recordar al cineasta Dailo Barco, cuya vocación nace tras una sesión en el Festival de Las Palmas), el Festivalito de La Palma sirvió como campo de pruebas y como punto de encuentro, y la Muestra de cine europeo de Lanzarote sirvió para reconocer a ese otro cine, para abrazarlo y darle el reconocimiento que merecía y que aún no encontraba su lugar fuera de estas latitudes.

Sería atrevido no hablar del componente autoral que tienen todos estos trabajos, pero no es sencillo buscar signos de autoría común. El tiempo ha permitido que aflore una generación de cineastas cuya visión de la cinematografía es única e ingobernable, que es lo que hace verdaderamente rica a esta pléyade de autores. Muchos de ellos, desde su particular estilo, han utilizado el cine para entender el paisaje, para reconciliarse con él, para reconciliarse con un pasado esquivo y con una tierra que a veces se niega a revelar sus secretos.

Silvia Navarro y Miguel Morales acaban de filmar la piedra angular que empieza esta travesía de entender el paisaje (De los nombres de las cabras), que casi podría remitir a un documental de la vanguardia francesa antes que a cualquier referencia nacional, o el viaje épico de David Pantaleón en su primer largometraje (Rendir los machos), que casi recuerda al Gus Van Sant de ‘Gerry’ pasado por el tamiz de ese repensar qué demonios son las artes escénicas y para qué sirven, o Macu Machín que muestra en sus piezas (como El mar inmóvil) que en algún momento se perdió nuestro vínculo con ese paisaje, que el territorio se volvió invisible para los que lo habitamos y que necesitamos recuperar esa mirada, o Armando Ravelo y una filmografía consagrada a resucitar desde la épica la memoria de los ancestros, o el cortometraje de Fernando Alcántara (Océano), que disecciona la ciudad de Las Palmas y a la generación del propio cineasta con una afilada poesía, o Nayra Sanz, quien con mayor inteligencia ha diseccionado las consecuencias del capitalismo salvaje con Sub Terrae o con Selfie, o Miguel Mejías que concibe una road movie (La viajante) y trata de despojar al género de un dialecto americano en apariencia indivisible, o Vasni Ramos que trata de rememorar en su película (Apocalipsis Voodoo) el cine de otras latitudes con el que creció y preguntarse si es posible emularlo hoy, desde este lugar.

Es cierto también que un buen grupo estudia en la escuela de cine de San Antonio de los Baños, en Cuba, y eso moldea sus inquietudes, unifica sus criterios, los lanza a la búsqueda de una visión en común que luche contra las narrativas hegemónicas, pero también los hay quienes abrazan la narración clásica como modo de supervivencia, como forma de expresar que seguir contando historias aún es posible, y también los que deconstruyen ambas formas para recordarnos la importancia de comenzar a pensar el cine de nuevo.

En eso el Festivalito o la Muestra, y la exhibición de la inmensa pluralidad que comportan todas estas creaciones ha terminado siendo esencial, en tanto que mostraban la posibilidad de que todas aquellas visiones pudiesen convivir juntas en un mismo mercado. Quizá por eso la forma de definir este cine hecho en Canarias es precisamente que no puede reducirse, que no puede resumirse, y que tampoco puede silenciarse. Haciendo un símil con los famosos microclimas del archipiélago, también podría hablarse de pequeños microuniversos cinematográficos al acercarnos al cine que se hace en las islas, de filmografías encerradas en sí mismas, con su propia identidad, sus propios referentes y sus propios anhelos. Era un cine durmiente que por fin ha despertado. Rotterdam, Berlín y Venecia ya lo conocen, pero esto solo ha sido el primer paso.