Podría escribir una carta de amor diaria a Santa Cruz de Tenerife, lugar donde tuve el privilegio de nacer. Fundado hace más de quinientos años, de orgulloso pasado heroico, este rincón de las Islas Canarias no reniega de su primigenia condición de pueblo de pescadores, tesoro custodiado por las cumbres de Anaga y la inmensidad del Atlántico. La ciudad ofrece entre sus innegables encantos el carácter emprendedor, abierto y parrandero de sus gentes. Es posible que por esa querencia innata del chicharrero hacia el despreocupado jolgorio, un día que se pierde allá por el siglo XVIII viera la luz nuestro carnaval.

Porque Santa Cruz no se concibe sin su celebración señera, que se fundió luego con la Isla y, más tarde, confirió identidad al Archipiélago. Emanó de estas calles que, ya en 1782, fueron destino de un auto que impedía vestirse con atuendos “disfrazando el propio sexo de las personas”. El carnaval sobrevivió a todas las prohibiciones imaginables, parapetado tras los muros de las sociedades recreativas o burlando al franquismo con su propia máscara de Fiestas de Invierno, nos prestigió por su consideración de Interés Turístico Internacional y fue inmortalizado en el Libro Guinness de los Récords por el más populoso baile al aire libre un lejano 1987. ¿250.000 personas al aire libre? Esa marca probablemente la hemos rebasado muchas veces desde entonces, pero el azúcar de Celia Cruz bien merece eterno tributo.

Al igual que cuesta creer que no haya un museo que exhiba los carteles originales de la década de los sesenta, los lujosos mantos que bordaron Luis Dávila o Justo Gutiérrez, o aquellos primeros tocados de Isabel Coello, es inconcebible que se siga dando pábulo a quien solo quiere hablar de suciedad o incivismo durante la semana grande, o que se cuestione agriamente la inversión pública en estas épocas de coronavirus (y de antidepresivos y pastillas para dormir). ¿Pedir explicaciones ahora, meses después de que el presupuesto municipal para 2021 fuese debatido en plenos y comisiones? Es tentador aferrarse a la demagogia y elucubrar respecto a las necesidades que podríamos cubrir con ese dinero, pero una decisión de semejante calado precisa una sosegada reflexión. ¿Tocaríamos a una paga única de veinte euros por persona? Esta Santa Cruz para vivir y soñar, como toda España, requerirá mucho más que ayudas de subsistencia -que también- para reinventarse en años venideros. Hace falta planificación, estrategia, visión de futuro… Hace falta empleo y apoyo a quien lo genera.

Se trata de una inyección monetaria notablemente inferior a lo previsto en ejercicios anteriores, que permitirá resistir a un buen puñado de grupos que en su día fueron ensalzados por ser el corazón de la fiesta. Sumemos diseñadores, costureras, maquilladores, iluminación, sonido… Y obtendremos una cantidad apreciable de puestos de trabajo ligados a una manifestación cultural o artística. A ese soporte institucional que igualmente aguardan la música, el deporte, o el cine, se aferran muchos pequeños y medianos empresarios, autónomos y familias para subsistir; probablemente alguna entidad podrá preservar empleos que de otra manera estarían en peligro, al tiempo que contaremos con imágenes en televisión, prensa y redes sociales que recordarán al mundo que en Santa Cruz pervive una tradición centenaria que desafió prohibiciones en el pasado, y da vida a la ciudad en el presente.

Pensemos en clubes deportivos y entrenadores personales. Acordémonos de la moda, de las artes plásticas y de los músicos. De placeres e ilusiones como el carnaval, detrás de los cuales hay autónomos, artesanos y creadores, que existen porque los demanda esta sociedad volcada en un sector servicios que necesita respirar en periodos de estrechez… O bien esperemos a que, olvidado el desastre económico y sanitario, el tejido empresarial quede reducido a la comida rápida y los supermercados. Y las multinacionales farmacéuticas.