Independencia judicial y política

Hemos entrado en una fase en la que los par-

tidos políticos, incluso los que se denominan constitucionalistas, han dejado de cuidar las formas, de disimular el uso indebido de las reglas democráticas.

Desde que en 1985 la Ley Orgánica del Poder Judicial atribuyó, contra la norma anterior de la UCD, que los miembros judiciales fueran elegidos por Congreso y Senado, la realidad fue muy distinta. Eran los partidos políticos, fuera y al margen de Las Cortes, los que negociaban y decidían, asumiendo luego cada grupo parlamentario los acuerdos de sus respectivas formaciones. Igual sucedía para el resto de órganos constitucionales, el Tribunal Constitucional, el de Cuentas, el Defensor del Pueblo etc. Pero, hasta hace poco, disimulaban el fraude legal mediante la aparición pública de los portavoces parlamentarios.

Hoy todo ha cambiado. Ya no es necesario aparentar que a los partidos les preocupa poco o nada la ley y que ellos mandan, deciden y actúan sin más límite que su voluntad.

Y así Ábalos, sin tapujos, manifiesta sin rubor que quien negocia con el PP es el Gobierno.

Todo el mundo sabe ya que es el Poder Ejecutivo el que determina quién compone el órgano de gobierno del Poder Judicial. Que lo del Poder Legislativo, órgano de representación de la soberanía popular que justifica esa cesión o injerencia en aquel poder, es solo palabrería. En definitiva, que la división de poderes es únicamente un adorno para el debate, pero que es superado sin esfuerzo alguno si se trata de alcanzar los objetivos proyectados.

En las negociaciones, sin cuidar mínimamente la imagen del Poder Judicial, que importa poco o nada, así como tampoco la dignidad de jueces y magistrados, se interponen vetos mutuamente unos a otros, revelando con ello que los partidos exigen una suerte de sumisión de los nombrados a los que elevan al cargo. La imagen de independencia desaparece externamente contribuyéndose con ello a la pérdida de autoridad moral de la judicatura. Los vetos causan tanto daño como el reparto grosero de sillones en proporción a la fuerza parlamentaria en un sistema como el nuestro cuya base reside en atribuir el fundamento de la potestad jurisdiccional y la legitimación de la actividad judicial a la independencia, no a la voluntad popular directa o indirectamente conformada.

Vetar por razones jurisdiccionales, es decir, por no compartir decisiones de los jueces en sus resoluciones, es el paradigma del escaso respeto a la independencia y de la búsqueda de jueces cercanos y rechazo a los que resuelven contra cada cual. Un ataque a la imparcialidad injustificable y una exhibición intolerable de injerencia en la función jurisdiccional. De Prada puede no gustar por una sentencia que condenó al PP como partícipe a título lucrativo y que se aprovechó para una moción de censura. Una mala sentencia, pero respetable y, desde luego, nunca causa para negar a un juez, por sus resoluciones, el acceso al CGPJ. Vetar, por parte de Podemos, a Abascal, por su intervención en el caso DINA, era esperable de este partido, pero de igual modo una inaceptable extralimitación por parte de esta clase política que no se diferencia en muchas cosas, sobre todo en los comportamientos más elementales que siempre coinciden en el fondo y en la forma. El mal, la anormalidad democrática, se extiende cuando el sistema se supedita a la política meramente partidista.

Solo así se entiende lo que pensaba nuestro presidente cuando dijo aquello de “¿quién manda en la Fiscalía?”: pues el Gobierno. La pérdida de confianza en el Poder Judicial propiciada por la clase política es irremediable.

No soy de los que creen en la Fiscalía independiente y en los fiscales de la misma naturaleza. La igualdad en la promoción de la legalidad exige un Ministerio Fiscal único. Y los asuntos políticos, aunque importantes mediáticamente, son irrelevantes para la sociedad en su conjunto. Hay soluciones para estos casos puntuales que no deben pasar por la modificación del sistema. La acción popular es una de ellas, no siendo muy claro, no lo tengo del todo claro, que haya que prohibirla a los partidos. Podría, en lugar de ello, someterse a condición y, especialmente, al pago de las consecuencias económicas de sus actos en forma de costas, gastos e indemnizaciones elevadas en caso de absolución o archivo del proceso a los querellados. Una responsabilidad objetiva derivada del uso político del proceso. Pensar que los partidos se querellan para que brille la justicia es ingenuo. Lo hacen para atacar al adversario, razón por la cual deberían pagar las consecuencias de sus actos interesados.

A la vista de este espectáculo bien se podría afirmar que poner bajo sospecha el modelo constitucional no es algo privativo ya de los partidos antisistema, sino de todos los que, pasito a pasito, van minándolo en sus bases sustanciales y en su credibilidad.

Ojalá termine pronto este episodio y no tengamos que seguir soportando la displicencia de negociadores que no tienen claro que están sometidos a la ley, no la ley a sus intereses. Pero, una vez pase éste vendrá otro.