Diarios

El último impulso mínimamente reformista que ha vivido nuestro país tuvo lugar durante el primer año –o el primer año y medio– del gobierno de Rajoy; no por convicción del presidente, sino por exigencias de Bruselas. El sistema financiero español acababa de ser rescatado tras una década de frenesí y dinero fácil, y las condiciones de ese préstamo fueron estrictas: reforma del mercado laboral y de las pensiones, ajustes presupuestarios, alza de tributos… Sin una soberanía monetaria que nos permitiera devaluar la moneda para recuperar competitividad, la crisis se tuvo que afrontar con la dura medicina de los recortes salariales y de plantillas: un tratamiento de choque agravado además por el dictado de la austeridad que impuso el norte de Europa. Austeros y pobres, se diría, para pagar los carnavales de años anteriores. Austeros y pobres, sí, en el peor momento del ciclo, con un país envejecido, despoblado en su interior, especializado en sectores poco productivos, con su industria malvendida y con graves problemas de reconciliación interna que no harían sino agravarse en los años posteriores.

Desde entonces, todo ha ido a peor: la política, la sociedad, la cultura y la economía. Y el genuino impulso reformista –si alguna vez, desde que entramos en el club europeo, lo hubo– se ha desvanecido por completo. Nada parece importar sino el ruido y la furia, ambos tan entrelazados en el mundo hater de las redes sociales. La consecuencia es una parálisis dañina que se disfraza de falsa hiperactividad. Es lo que los griegos llamaban “acedia” y que, en su sentido original, se refería a la falta de cuidado y al abandono de los cadáveres en los campos a merced de las alimañas. Instalados en la acedia, hemos sufrido una crisis tras otra. Este sería el resumen para nosotros de lo que llevamos de siglo XXI.

La falta de cuidado se deduce de la renuncia al reformismo. Cuando algo no funciona adecuadamente hay que reformarlo, no en la dirección que quieren los ideólogos, ni destruyendo los lazos comunes como pretenden los nihilistas, sino con el sentido común que aporta la prudencia. Hacer que funcione lo estropeado tiene algo de milagroso y a eso nos invita la vida democrática en su sentido más pleno: a la mejora gradual y consistente de las condiciones de vida de los ciudadanos. Hacer que funcione lo estropeado consiste en enterrar los cadáveres y curar a los heridos, que es como decir proteger el medio ambiente, mejorar la escuela, elevar el debate público, atajar la discriminación, cuidar la libertad para que la libertad nos cuide, etc. La reforma consiste en preservar, en mejorar, en regenerar, en edificar, en construir. Es lo contrario de la dejadez, lo contrario del escándalo, lo contrario de un activismo ciego, lo contrario de la política de trincheras.

Sin reformas no tenemos futuro, porque nada que no se cuide perdura ni se conserva. Al contrario, muere y es despedazado por los carroñeros. Italia, por poner un ejemplo cercano, parece haber dado un paso adelante con la figura de unidad que representa Mario Draghi. Quizás nosotros deberíamos aplicarnos la lección si no queremos seguir perdiendo nuestra prosperidad venidera.

La jubilación de Marty Baron, director ya legendario del Washington Post a lo largo de ocho años que cambiaron por completo –para mejor– la historia del veterano e influyente diario, ha llevado a los más importantes medios de todo el mundo a recoger la noticia haciendo un repaso de lo que ha supuesto la trayectoria de Baron y, en general, del periodismo en estos últimos tiempos.

España no ha sido ninguna excepción. El diario de más tirada del reino publicó hace poco una entrevista a Baron en la que el ya retirado director reflexiona acerca de lo que suponen para la prensa los cambios enormes en los que estamos metidos desde que comenzó el siglo XXI. Incluyendo el aterrizaje en el mundo de la información de Jeff Bezos, el hombre más rico del mundo –uno de ellos, porque el orden cambia con las fluctuaciones de las Bolsas–, dueño de Amazon, que compró el Washington Post poco después de que Baron tomase sus riendas. Un factor clave dado que el sector de la prensa pasa por momentos muy difíciles, agravados, por supuesto, por la pandemia de la Covid-19 pero con su origen en el advenimiento de la sociedad global de la mano de Internet. A causa del acceso digital a los periódicos, es el propio modelo de negocio de las publicaciones diarias el que está en crisis.

Marty Baron nos da en su despedida una muy mala noticia para quienes anhelamos la época en la que los diarios se imprimían en papel y se leían hojeándolos. Asegura que, en su etapa final como director, dedicaba una parte mínima de su tiempo a la edición impresa del diario que en 1972 terminó con la presidencia de Richard Nixon al destapar el escándalo del Watergate. La versión digital devoraba casi todos sus esfuerzos.

Semejante afirmación no es trivial. Con la llegada de la digitalización, la prensa escrita recibió una noticia buena y otra mala. La buena, que la oferta informativa instantánea de la radio y la televisión, relegando a los diarios al papel de unos simples comentadores de lo ya sabido, quedaba compensada. La mala, que el negocio desaparecía. ¿Quién iba a comprarse un automóvil si, siempre que lo necesitara, se lo llevarían a su casa de manera gratuita? Con los diarios sucedía lo mismo hasta que los editores decidieron que el lector debía pagar, como es natural, por lo que recibe. El Washington Post fue uno de los primeros en dar ese paso que a muchos se les antojaba suicida. Y los resultados ya se conocen: de la mano de Marty el Washington Post superó el año pasado al New York Times convirtiéndose en el periódico más leído en Internet. Y para quien dude sobre su viabilidad, en los ocho años en que ha sido su director ha pasado de tener 580 periodistas a más de mil. El camino del éxito está claro.