Para seguro sonrojo de muchos monárquicos, al menos de los no fanatizados, y autosatisfacción de los republicanos, don Juan Carlos I pasará a la historia de España como “el rey que defraudó”.

Y defraudó en las dos acepciones que da la Academia de la Lengua a ese vocablo: la de “decepcionar, por no ser una persona como se esperaba de ella”, y la de “privar a alguien -en este caso a Hacienda- de algo que le corresponde”.

Y no tiene sólo la culpa el propio don Juan Carlos, sino de muchos que no hicieron en su día el papel que les correspondía, se dedicaron sólo a halagarle y le dieron al monarca la impresión de que, defendida un día la democracia frente a los golpistas, podía hacer en adelante lo que quisiera, que nadie le exigiría responsabilidades.

Ahora vemos las consecuencias de tamaña irresponsabilidad para la institución que representa: el daño está hecho por más que los defensores de la monarquía traten de poner un cortafuegos entre padre e hijo en una institución dinástica.

A la vista de todo lo ocurrido, aparece como más necesaria que nunca una ley de la Corona, que limite muy claramente la inviolabilidad del monarca e impida la repetición de prácticas como aquellas a las que se dedicó al parecer don Juan Carlos, igualmente condenables cualquiera que sea la forma de gobierno.

Hablamos de las supuestas y muy lucrativas mediaciones, como la del Ave a la Meca, atribuidas a don Juan Carlos mientras ocupó la jefatura del Estado y que deberían ser objeto de investigación si queremos que las continuas afirmaciones de que estamos en una “democracia plena” no sean sólo hueras palabras.

Nos enteramos ahora por la prensa de que don Juan Carlos ha llevado a cabo una segunda regularización del dinero que debe a Hacienda: cuatro millones de euros por supuestos pagos en especie correspondientes a vuelos privados sufragados por una fundación bajo la vigilancia de su primo, Álvaro de Orleans.

Anteriormente, el ex monarca había hecho ya otro pago al fisco por tarjetas alimentadas por un empresario mexicano en lo que se interpreta como el primer intento de adelantarse a una posible investigación por posible delito fiscal.

Lo que llama sobre todo la atención -o tal vez no tanto- es que la administración tributaria parezca haber adoptado hasta ahora en este caso un papel totalmente pasivo, en abierto contraste con lo que habría hecho de tratarse de cualquier otro evasor fiscal.

¿Y qué decir de los otros millones de dólares procedentes al parecer de las monarquías feudales árabes, violadoras, como sabemos, de los más elementales derechos humanos, y que encontraron cobijo en Suiza y diversos paraísos fiscales? ¿No se nos debe a todos los españoles una explicación?

Cuanto sucede en torno a don Juan Carlos está haciendo un daño difícilmente reparable no ya sólo a la institución monárquica, que debería ser la primera en dar plenas explicaciones de lo sucedido, sino también a otras instituciones como Hacienda o la propia fiscalía general del Estado.

No casa con una “democracia plena”, como califican muchos rimbombantemente a la de nuestro país, continúe tamaña falta de transparencia en torno a la jefatura del Estado, y que los principales partidos del Parlamento parezcan además resignados a que las cosas sigan así. ¿Es acaso un problema de autocensura?

Por no hablar ya del vergonzoso cambalache entre Gobierno y oposición tanto para el nombramiento del consejo de la radiotelevisión pública como para la todavía pendiente renovación del Consejo del Poder Judicial. Nuestra democracia es manifiestamente mejorable y la monarquía no está ayudando precisamente.