Conocí a José Luis Fajardo, pintor y pensador a partes iguales, cuando yo mismo hubiera tenido que llevar pantalán corto. Eran los tiempos de una pandemia personal, el asma, y desde chico usé pantalón largo, por si las moscas del frío el relente de mi pueblo, el Puerto de la Cruz de la Punta del Viento y La Asomada, me hacía volver a la cama de los enfermos. En ese tiempo, ávido de periodismo como si este oficio fuera a la vez salud y enfermedad o locura, entrevistaba a todo el mundo, buscaba en mi pueblo o fuera de él personajes que resultaran interesantes a los periódicos de entonces, EL DÍA y La tarde. Un día, paseando por la playa de Martiánez, que es Las Canteras de arena negra y de olas gigantes que tenemos en el norte de Tenerife, me encontré en una galería de arte una exposición que reunía a Fajardo con un pintor nórdico de nombre Christian. Entonces, el artista lagunero tendría poco más de veinte años y sus cuadros eran espléndidas recreaciones de los blancos y azules que los pintores ven cuando amanecen felices mirando horizontes que parecen eternos y alegres. La atmósfera, dentro de la galería, era la que parecía percibirse también en la propia sala y en sus alrededores: ese aire de ligereza que ya no se tiene sino alguna vez en la vida, porque arrecian las experiencias difíciles y se va haciendo (como dice una hermosa canción argentina que canta Eduardo Falú) la noche en la mitad de la tarde… Pero ese momento era, para los cuadros de Fajardo, y para la exposición con su amigo, especialmente radiante, lleno de sugerencias que atraían el aire del mar al aire de la pintura. Me estuve fijando de tal manera en lo que había allí, las flores, los manteles, las puertas, los ventanales, que incluso di con la presencia de una misteriosa lista de cosas y de palabras que eran mezcla de español y de noruego o sueco o danés, y tomé nota como si estuviera rescatando el mensaje que hay dentro de una botella rota. De pronto apareció Fajardo, que entonces vestía (y más adelante también) como uno de los personajes de Truffaut, convocando la felicidad y, otra vez, la ligereza que parecía inspirar todo lo que hacía y todo lo que lo rodeaba. Entonces se me ocurrió pedirle una entrevista. A lo largo de mi vida siempre que he encontrado a alguien interesante, digno de ser retratado para hacerlo presente e inolvidable, le he pedido una entrevista. No tengo idea de lo que pasó con aquel diálogo escrito, ni recuerdo donde se publicó, pero sé que fue el principio de una gran amistad, con él, con Piluca, su mujer, con su hijo Luis, que nacería más tarde, y con las atmósferas de sus sucesivas casas, como si en cada una de ellas hubiera un toque (no sólo de pintura) que definía un modo de ser, a la vez joven, excitante, y a la vez maduro, como de maguas, que ha marcado para siempre mi visión de José Luis y de los suyos, y también de su manera de ser y de la forma de perdurar de los recuerdos que me sugiere nombrarlo escribiendo de él.

A lo largo del tiempo la vida le ha ido dando noticias, buenas y malas, de las que hemos sido testigos, alegres o solidarios, los amigos que lo hemos visto, cada año de todos los años que han pasado, como si fueran parte de lo que nos sucede a las familias que hemos ido teniendo. La primera vez que compré un cuadro (él me ha regalado muchos, inmerecida generosidad del artista) fue a él, y aunque el tiempo era adverso entonces pude terminar de pagar las tres mil pesetas que correspondían. Al cabo del tiempo él me regaló una serie que jamás podré pagarle ni con dinero ni con nada, su conjunto de Maguas, unos cuadros que tengo agrupados en mi casa del mar en los que él narra diversos recuerdos pintados de una de las ciudades más bellas, más íntimas, del mundo: La Laguna en la que él nació. Son pinturas a lápiz, en las que él va contando sus maguas de ese pueblo íntimo, que lleva el silencio por dentro y que por fuera ofrece la impresión de seguir callado aunque haya jarana. A veces, cuando se hace tarde en la vida, para todo e incluso para tener maguas, me siento ante esas pinturas sencillas y poderosas, como un soneto de Antonio Machado, y me dispongo a pensar en lo que han sido, para mi, esas pinturas y la amistad, pues ese sentimiento delicado y difícil de mantener si no lo riegas empezó a ser adulto, pero también amenazado, en esa ciudad de verodes y canciones tarareadas bajo el viento frío de la universidad.

Después de aquel encuentro en Martiánez, los Fajardo, Piluca y José Luis, me llevaron en un viejo Volkswagen, a la Universidad de La Laguna, que es otro territorio de mis maguas, a escuchar un concierto de Los Sabandeños, o quizá (Elfidio Alonso y José Luis deben saberlo) un encuentro de aquella música que sigue sonando con los versos de poetas grancanarios entre los que estaban Agustín Millares o Pedro Lezcano, cuando las islas de 1968 empezaban a abrirse a la rebelión y contra la podredumbre que Franco había dejado para que resbaláramos de aburrimiento. Después José Luis y Piluca se fueron a Madrid, a vivir en esas casas diversas a las que los fui a visitar como si allí me fuera a encontrar con las paredes que hubo cerca de Martiánez, y donde ellos acogían a todos los isleños que terminaron creyendo que yendo a Conde Xiquena o a otros de sus domicilios estaban tocando a las puertas que él pintaba en La Laguna o en el Puerto. Esta tarde de Madrid, sintiendo que el mundo está viviendo una sucesión de desencuentros con la alegría y con la sensatez de hablar y de juntarse, “cuando ya nada se espera personalmente exaltante”, como decía Gabriel Celaya, me quedé mirando a la calle y creí ver, en cualquier parte del espacio que revivió en mi memoria, aquellas maguas de Fajardo, con el entusiasmo del que espera que, al menos en los cuadros y en las palabras, aquel espíritu que asocio con la nobleza de la amistad sean mejores que esta atmósfera cotidiana de desdén que se aprecia por lo que de veras anima a los otros: la alegría de mirar, de esperar y de abrazarse.