Vino el presidente José Luis Rodríguez Zapatero a Tenerife, invitado por el presidente del Parlamento de Canarias a ofrecer un poco de su “sabiduría y clarividencia”, como dijo Gustavo Matos, como si estuviera presentado a un cruce teratológico entre Bertrand Russell y Nostradamus. Modestamente apunto aquí que tal vez sería acertado encontrar un espacio más holgado para este tipo de actos: entre la pequeñez de las salas de la Cámara y las normas de seguridad sanitaria impuestas por la pandemia a Rodríguez Zapatero lo escucharon la Mesa del Parlamento, la Junta de Portavoces y una docena de políticos, en su mayoría cargos públicos del PSOE. Con el actual formato uno tiene la incómoda (y seguramente injusta) sensación de que se han traído al expresidente para pasar un rato divertido entre colegas. Claro que tratándose de ZP hablar de un rato divertido siempre es arriesgado.

Rodríguez Zapatero goza de una extraordinaria habilidad para solemnizar obviedades, insignificancias e incluso tonterías. Lo recuerdo recién elegido secretario general en el XXXV Congreso Federal, cuando hizo una gira para visitar las organizaciones territoriales: no se había recortado las cejas, ni tenía aun sastre propio, pero fumaba como un carretero, devoró la mitad de mis cigarrillos y, sobre todo, hablaba con una sencillez que era todo menos enfática. El paso por el poder lo transformó, como a todos, y convirtió la vehemencia respiratoria en un estilo no solo retórico, sino político. Ha terminado por creer que un humanista es una concentración de énfasis que exhala como si le fueran a fusilar o a conceder el Premio Nobel dentro de cinco minutos. Puedes encontrar gente que te explica que es el mejor expresidente porque no ha entrado a formar parte de ningún consejo de administración de una gran empresa. Otros, en cambio, argumentan que si Rodríguez Zapatero se conforma con el Consejo de Estado (unos 100.000 euros al año a cambio de casi nada) es por cierta tendencia a la molicie. Y a la dispersión.

En su intervención en la Cámara regional Rodríguez Zapatero pidió (muy respetuosamente) al Gobierno de Pedro Sánchez un gran pacto de Estado sobre la migración. Es un ejemplo perfecto del amor por la grandilocuencia del expresidente. Tal vez no estaría mal un pacto, pero lo que puede hacer directa y unilateralmente el Gobierno español para superar la pésima gestión de los flujos migrantes que quedan taponados en Canarias no se hace. Y no se hace porque no se quiere hacer. No es que no se esté haciendo una mala gestión política: es que esta es la política que ha decidido hacerse desde Madrid. Con indiferencia de que la gran mayoría de los migrantes atrapados en Canarias quieran y puedan seguir rumbo a Europa, las autoridades españolas han decidido que se queden en las islas sin practicar derivaciones a otras comunidades autónomas. Es un sistema con una espita: si se sobrepasan las 10.000 plazas se abre momentáneamente la mano y salen dos o tres millares de personas al exterior, para bajar la presión. La Delegación del Gobierno actúa con una opacidad miserable. Ni la prensa ni la oposición política ni las ONG pueden visitar los campamentos. En estas condiciones, sobre esta explícita voluntad política, indiferente a la crítica y la denuncia, es absurdo hablar de pactos de Estado sobre la inmigración. Nuevas vallas en Ceuta y Melilla, mayor control de la ruta mediterránea y transformación de Canarias es un filtro para insorteable donde instalar a los migrantes mientras se negocia y organiza su repatriación. Y no es que ZP no lo sepa. Es que no está dispuesto a despertar de su dulce e ininterrumpida siesta moral.