Con una dignidad casi ciceroniana Blas Acosta decidió dimitir antes de que le presentasen esa moción de censura tan larga y trabajosamente gestada en el Cabildo de Fuerteventura. Cabe sospechar que es un ejercicio de enmascaramiento: para que la peña olvide un rato que están a punto de abrirle juicio oral el astuto Acosta dimite y el tufo judicial se transforma durante un instante en una nube de old spice heroico. En la rueda de prensa en la que anunció su renuncia parecía que iba a caballo. Fíjense si le tengo poco aprecio al poder que lo abandono un mes antes de que me echen con una moción de censura y con apenas mes y medio de antelación a mi obligada dimisión al ser procesado judicialmente. Es como negarse a volver a casa diez minutos antes de que te notifiquen el desahucio. Ahí, jugándosela al filo de lo imposible. La Fiscalía le pide siete años de prisión.

Algunos comentan que la decisión del expresidente – pero aun consejero y secretario general de los socialistas majoreros – pretende algún efecto positivo a su empecinada candidatura para el escaño del Senado que dejaría libre Pedro Ramos. No me parece. No le parece a nadie. Acosta porfiará hasta el mismo límite y más allá por la túnica senatorial y el aforamiento. Qué cosas. Hace más de año y medio su situación judicial ya era bastante inquietante y, aun así, fue el candidato indiscutible a la Presidencia del Cabildo Insular. El acostismo no es más que el caso de la oligarquización del PSOE local con sus peculiaridades majoreras. Un liderazgo que consigue poder, gestiona candidaturas a través de una red de complicidades buhoneras y distribuye cargos y canonjías a cambio de una obediencia irrestricta, con el partido reducido operativamente a un órgano de propaganda y a un instrumento de logística electoral.

Sin embargo lo asombroso es que esta idiotez sea capaz de desestabilizar al PSOE canario. No, la organización no corre ningún riesgo de ruptura ni de división guerracivilista. Pero está mutando su cultura política interna. Supuestamente haber llegado a la Presidencia del Gobierno de Canarias (después de 26 años) debería haber investido a Ángel Víctor Torres de una autoridad y una autoritas capaz de enfrentarse y resolver el choque de intereses entre las candidaturas de Blas Acosta y Santiago Pérez. No ha sido así. Por supuesto Torres está muy despistado. No tiene a nadie que le haga un análisis solvente de lo que ha ocurrido en el PSOE tinerfeño durante la última década– ni del papel de Pérez dentro y fuera de la organización – ni dispone de dirigentes connotadamente leales a la dirección regional en Fuerteventura. Sus vicesecretarias y su secretario de Organización no están a la altura e invocan temblorosamente a Ferraz como la única fuerza válida para resolver conflictos o practicar exorcismos. Como es obvio todos los secretarios generales insulares – aparatistas encallecidos en sus propias ambiciones territoriales – toman nota: el compañero Ángel Víctor está demasiado ocupado gobernando y no hay nadie realmente al volante. Y como no hay nadie realmente al volante el secretario general puede ser presionado e, incluso, puede afeársele la conducta por no actuar con la debida ecuanimidad en un asunto que corresponde resolver a la comisión ejecutiva regional, no a la suma o la resta de las organizaciones insulares. Esta situación ya ocurría con José Miguel Pérez al frente del PSOE, que debió enfrentarse a levantamientos en Tenerife, La Palma y Lanzarote. Ahora se repite. El PSOE canario ya no es una organización unificada. Más allá de ciertos ritos, mitos y relatos compartidos, el partido es hoy una plataforma de liderazgos, estrategias e intereses insulares y locales cuyos códigos de gobernanza están por definirse.