Pablo Iglesias no deja de ser un saltimbanqui de la política empeñado en el triple salto de cada día. En la desesperada lucha contra los sondeos desfavorables a Podemos ha extremado su papel de opositor dentro del propio Gobierno, tensando la cuerda de manera insoportable, exacerbando el radicalismo de forma hasta grotesca, aportando ridículo, banalidad y desprestigio a la política. Ningún otro vicepresidente en ningún otro Ejecutivo de ningún otro lugar del mundo pretende llamar tanto la atención sobre sí mismo, como si el mundo girase alrededor de él. Gracias al Partido Socialista, con el que ha decidido mantener una improductiva pugna diaria, Iglesias ha llegado a vicepresidente del Gobierno, y su mujer, a ministra. En realidad, los votos no le han dado ni la décima parte de lo que los pactos le regalan, entre otras cosas, la posibilidad de aligerar el coste de la hipoteca por el famoso chalé de Galapagar. Si el asalto al Palacio de Invierno le resulta todavía inasequible, al menos sí se ha entronizado, en contra de lo que defendía, en una dacha propia de la casta.

El caso es que Iglesias no deja de glayar. En el momento y la fecha que sea, encuentra la oportunidad para montar un numerito y dejar constancia de que él la política no la entiende como un servicio institucional público al que se le debe respeto, sino como una continua exaltación personal. Ayer, en un nuevo e inapropiado desplante, evitó de modo descortés aplaudir al Rey y al propio Gobierno, del que forma parte, por haber ensalzado la labor de Juan Carlos I en el 23-F, poniéndose del lado de los independentistas catalanes y los bilduetarras con los que cada vez hace más piña. No tardarán en solidarizarse con él ahora que la Audiencia de Madrid ha ordenado abrir la investigación de la caja B de Podemos, a la que se suman las nuevas revelaciones sobre los cobros de Monedero. Qué apellido, por cierto, más recurrente.