Hay quienes dicen que el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 fue como una vacuna para la democracia ante el virus de los militares franquistas, los independentismos del tiro en la nuca, la violencia y el extremismo. Y como toda vacuna, provocó fiebre, ronchas y ciertos dolores como efectos secundarios, pero nos dejó inmunizados. Hasta ahora.

La gente joven desconoce, afortunadamente, toda esa basura en la que germinaron felizmente las flores de treinta años de libertad y progreso. Pero aquellos días fueron muy negros. La diferencia entre la historia que se aprende y la que se padece es que uno vive para contarla. La tarde-noche de aquel 23 de febrero, en los partidos políticos y sindicatos se amontonaron en una gran sala las fichas de los afiliados al lado de una lata de gasolina. Por la radio y la televisiones sonaban marchas militares. Y el miedo se palpó como algo sólido, como una saliva amarga en la boca, porque estábamos a punto de perderlo todo –otra vez– ante los tricornios y las metralletas con las que se disparó al techo del Congreso. Aquellos también pensaban que los techos se tomaban por asalto.

Cuando el rey de España, Juan Carlos I, apareció en la televisión vestido de capitán general de todos los ejércitos, el país enmudeció. Y escuchó decir al que fue heredero de Franco, al designado por el dictador como sucesor de un Movimiento atado y bien atado, que España apostaba por la Constitución y por la democracia parlamentaria. Y que quienes habían levantado las armas contra la libertad tenían que deponerlas inmediatamente. Luego vinieron las manifestaciones como un suspiro colectivo de alivio. Pero antes, fue un rey que eligió entre la libertad y las bayonetas.

Entonces no pude imaginar que un día vería a ese mismo rey, anciano y lloroso, pidiendo perdón ante las mismas cámaras de televisión y diciendo “no lo volveré a hacer”. Como un Boabdil derrotado, traicionado por sus propios errores, que estaba empezando el camino de salida de una época y entregando con lágrimas en los ojos las llaves de la historia.

Los pueblos, como los peces, no tienen memoria. Y es por eso que resulta tan normal que se haya celebrado el aniversario de aquel 23 de febrero sin la presencia de Juan Carlos. Que es como hablar de la revolución francesa sin citar a Robespierre. O de la independencia de las colonias americanas sin hablar de Washington. Una crónica mutilada por el dicterio de la actualidad electoral que es la que manda y la que define los contornos del hoy, que importa siempre mucho más que el ayer y mucho menos que el mañana.

Vivimos en una cultura de los triunfadores. En los deportes, en la economía y en la vida. Pero por cada uno que vence hay cientos de derrotados. Siento debilidad por la ética y la estética de los que se quedaron en la cuneta de la historia. Y he aprendido también la dura lección de ser de España. Aquí, si lloras, la cagas.

Chiquito follón

El PSOE suspendió ayer tarde la comisión ejecutiva regional extraordinaria para elegir al candidato que propondría el Grupo Parlamentario Socialista como senador por la Comunidad Autónoma en sustitución de Pedro Ramos. Al parecer, la candidatura de Santiago Pérez, defendida por Tenerife, estaba condenada al fracaso. Y antes de que se liara la mundial, Ángel Víctor Torres decidió cargarse el invento y no llevar el nombramiento al pleno de hoy, como estaba previsto. Según los datos que tenemos –en este crisol de transparencia que son los partidos políticos– habían surgido candidatos alternativos en La Palma, La Gomera y El Hierro. Es decir, que los votos de esta provincia se habían dividido, mientras que Gran Canaria, Lanzarote y Fuerteventura apostarían en bloque por Blas Acosta, el gran opositor a Santiago Pérez. Y si el asunto se hubiera llevado a votación, la designación de Pérez habría perdido por goleada. Por eso Torres decidió dar un volantazo y frenar en seco una batalla que tenía perdida. Porque es un hecho que el presidente se había comprometido con Pedro Martín y Luis Yeray Gutiérrez a que la propuesta de los tinerfeños llegara a buen puerto. O lo que es lo mismo, se había comprometido a lo que no podía cumplir. ¿Y ahora? Pues difícil. Torres ha ganado tiempo, pero el atasco político no es sencillo de solucionar. Blas Acosta tiene tanto derecho como cualquier otro a proponerse como candidato. Y nada de lo que le puedan ofrecer es tan ventajoso como tomar las de Villadiego y aforarse en el Senado. Habrá que ver cómo termina esta cruda batalla. Pero ya hay quienes dicen que si se hace mal, es decir, si a Blas Acosta lo ejecutan con malas artes, se estará abriendo la puerta a la creación de la Agrupación Socialista de Fuerteventura. Los que entran por los que salen. ¡Están locos estos romanos!