Reivindicar la libertad de expresión justificando altercados públicos, alentando incluso el uso de la violencia contra la policía y, a la vez, exigir un control público de los medios de comunicación, es decir, la reinstauración de la censura, se explica mal. Una contradicción insalvable, pero explícita.

Defender la libre expresión plena, sin límites, cuando la misma constituya injuria o calumnia, aunque se revista de un aura artística que no existe en la grosería, no encuentra referente ni jurídico, ni ético. El arte no justifica todo. Una canción, una pintura o un libro, como formas de expresión, están sujetas a los mismos límites que cualquier otra forma de transmisión de las ideas. Que sea o pretenda ser arte no exime de responsabilidad.

Y cuando los mismos que demandan esa libertad plena exigen que la censura campee si la prensa denuncia sus actos y proclamas, que el Estado, es decir, ellos mismos erigidos en árbitros de lo permitido, sea quien autorice el uso de la libre opinión y expresión, algo falla en ese aparente razonamiento, que no es tal, sino mera imposición y exhibición de una forma de entender la sociedad que anuncia, si alguna vez llegara a triunfar, un futuro de intolerancia y partido único, pensamiento oficial y prisiones convertidas en norma frente a la disidencia.

Entrar a discernir sobre la ideología que mueve a la izquierda radical precisa de poco tiempo y esfuerzo. Su carácter democrático es tan inexistente, como su falta de cuidado en las consignas que producen que, lamentablemente, calan en un sector de la juventud muy reducido. Que esos grupos minúsculos se quieran presentar como expresión colectiva de rechazo al sistema es errar en el diagnóstico. Nada representan esos grupúsculos, por lo que sus actos deben ser interpretados en su insignificancia, sin atribuirles más representación que la que les corresponde. No merecerían más noticia que la de ser lo que son: radicales violentos sin nada en su cerebro, aunque alentados por indolentes tan escasos de raciocinio como ellos, aunque gobiernen.

Esa izquierda que brama y ocupa las calles calificando la libertad de expresión en este país como anomalía democrática, ignorante de lo que sucede en el mundo civilizado, a la vez se muestra radical en la represión de toda opinión que ponga en duda su comportamiento. Y ahí están las querellas contra los manifestantes en la fortaleza galapagueña, no violentos. O la denuncia contra el Presidente del TSJ de Castilla León por sus opiniones vertidas como persona, no como magistrado. O la tendencia a calificar como delitos de odio todas las expresiones que atentan contra su ideario, no las demás. Y en este caso con el apoyo de una fiscalía que debería ser más objetiva en delitos de opinión. O los ataques a los actos de VOX, en los que la expresión queda atacada mediante la intolerancia más salvaje. Por no hablar del anticlericalismo vulgar que esconde la finalidad de apagar toda creencia religiosa para sustituirla por el culto a líderes de barro. No quieren libertad de expresión, sino exclusividad en la propagación de ideas y valores. Y represión dura frente a las contrarias. Viejo como el mundo.

La libertad de expresión, como cualquier otro derecho, incluyendo la libertad personal, no es absoluta, sino que está sometida a límites que, en este caso, vienen determinados por los derechos de los demás a su honor o el del Estado a evitar que se promocione la violencia. Algo común en todos los ordenamientos jurídicos. En todos.

La injuria y la calumnia son límites a la libre expresión en cualquier país del mundo. El enaltecimiento de la violencia y el terrorismo, aunque ETA no exista ya –tampoco existe ya el franquismo y se quiere perseguir su exaltación–, tienen paralelismos en legislaciones varias. Considerar a las víctimas responsables indirectas de acciones gloriosas y justificadas o justificables, a la policía asesina o represora etc… encierra un peligro grave de imitación que el Estado no debe tolerar. No se trata ya solo de proteger el honor de las víctimas, sino de evitar que se propaguen mensajes de violencia que puedan caer en terreno abonado con discursos muy similares a los que en su día sirvieron para la pervivencia de ETA. Dicha banda justificaba sus crímenes en el carácter no democrático de España. Y basta ver la violencia en las calles, creciente en los incitados y/o justificados a usarla, para comprender el peligro que encierra esa presunta libertad. Son pocos, pero predispuestos y fácilmente dirigibles. No es ésta una hipótesis, sino una certeza avalada por los hechos.

No digo, eso sí, que la prisión sea la respuesta; hay otras formas de represión de los excesos distintas a la privación de libertad. Esa es mi posición en este y en otros asuntos similares. Ellos, los pregoneros de la libertad selectiva dicen lo contrario y piden libertad para sí y penurias y encierros para los disidentes.

El apoyo de Podemos a la violencia callejera, expreso en boca de Echenique, no es ya únicamente un motivo que obligue a su exclusión del gobierno, pues implica a éste en la promoción de la violencia callejera y en la agresión a los cuerpos de seguridad de Estado. Y sitúa a dicho partido frente a la ley de partidos, que es normalidad democrática por ser ley vigente.