Decía doña Antonia que ella preguntaba mucho porque, si no, no se enteraba de las cosas de la gente. No llegó nunca al extremo de sostener que “la información es poder”, pero tenía clarísimo que, para ser la dueña y señora de la escalera, era condición innegociable conocer al dedillo la vida de sus cohabitantes.

Una puede rasgarse las vestiduras y hacer como que le escandaliza mucho el cotilleo, pero todos sabemos que doña Antonia estaba en lo cierto. Lo sabe hasta un experto en humanos como Juan Luis Arsuaga, quien, en una entrevista reciente, dijo que estar al cabo de la calle de las peripecias ajenas no solo va en nuestra naturaleza, sino que es más que necesario para la supervivencia de la especie.

Por eso yo, siguiendo la estela de doña Antonia y de Arsuaga y mi vocación de informante, pregunto. Pregunto todo lo que puedo, empezando por mi casa, aprovechando que hay confianza.

Preguntando comprendo que todas las familias son ecosistemas complejos y llenos de callejones secretos por los que, a veces, es mejor no pasar, a menos que te inviten.

Las mujeres de mi casa, tienen, por supuesto, esos recovecos sorprendentes que, si no siempre esconden experiencias agradables, sí tienen la cualidad de abrirte mundos que nunca antes conociste.

Como cuando mi abuela reveló que fue dueña de un cafetín. O que le encantaba el tenis porque trabajó de recogepelotas.

De no haber preguntado y estar dispuesta a saber, nunca me habría enterado, tampoco, por boca de mi madre, de que cuando nací, muy perjudicada, me llevaron a la UCI de inmediato, de modo que ella no pudo conocer a su primogénita hasta varios días después de parirla con inmenso dolor.

Le pregunto, entonces, cómo sabe que soy su hija de verdad; que, en ese tiempo, no le cambiaron a su recién nacida. Duda. Silencio. Piensa. Suelta, por fin: “Mira, si eres otra me da igual. Yo ya te he aguantado mucho como para devolverte”.

Hay risas en la reunión aunque esa posibilidad remota se queda un poco flotando en el ambiente y mi madre, ahora sin que yo pregunte nada, cuenta un relato que ha llevado enganchado en la entraña cuarenta y tantos años de su vida y que es bien claro que está verbalizando por primera vez.

Nos dice, entonces, que tuvo una depresión postparto tan brutal que no pudo volver desde el hospital a su casa, y se estuvo quedando un tiempo con una cuñada, huyendo de todo y de todos. Pero que, pasados unos días, con su tristeza infinita a cuestas y veinte puntos de sutura –por fuera y por dentro– se reincorporó a su rutina “porque entonces a esas cosas no se les ponía nombre ni asunto”.

No reparo en el egoísmo enorme que supone mi siguiente pregunta: “¿Llegaste a cogerme manía?” ni en lo azorada que está cuando se apresura a decirme que no, que de ninguna manera, aunque no podía con su alma y por eso, porque no estaba bien, al poco de dar a luz quería abandonar el hospital hasta que una enfermera la paró por el pasillo y le dijo que si estaba loca, que a dónde iba. La respuesta era sencilla: iba a seguir con su vida, con su trabajo, con su dolor deglutido sin masticar porque era lo que se esperaba de ella.

No es que yo no sepa de qué material indoblegable está hecha mi madre. No es que crea, tampoco, que nada le hace mella. Pero los siguientes días no dejo de pensar en cómo tuvo que haberse sentido y en que tengo que darle todos los abrazos que no le dieron entonces.

Y me alegro, cómo me alegro, de hacer como dicen que hay que hacer doña Antonia y Arsuaga. Me alegro de no haber perdido las ganas de preguntar.