Me han tenido que amputar el dedo meñique del pie izquierdo. No sé qué porcentaje de mi cuerpo representaba, quizá menos que Gibraltar para España, pero me duele contemplar ese vacío cada vez que por las mañanas me pongo el calcetín. En ese dedo encorvado, con aspecto de coleóptero pequeño, no residía capacidad cognitiva alguna, no pensaba con él, quiero decir. Sin embargo, no dejo de pensar en él, como si al arrebatármelo me hubiera sido arrebatada una porción pequeña de mi mente. Después de todo, ¿dónde vive la mente? Repartida por todo el cuerpo, creo yo, quizá algunos de sus bordes coincidan con los suburbios del organismo que nos ha sido dado. He perdido un arrabal de mi ser y siento la necesidad enfermiza de contarlo. Ayer mismo, lo solté en medio de una comida con gente que no era de mi confianza:

-Me han amputado el dedo meñique del pie izquierdo.

El resto de los comensales (dos) me miró atónito, sin saber qué decir. Tal vez, pensé, a ellos les habían amputado el pulgar. No sabemos lo que lleva la gente en los zapatos.

-¿Y eso? -preguntó al fin uno de ellos.

-Se me había atrofiado -dije yo.

El dedo estaba negro, como con gangrena, y me dijeron que podía extender la infección al resto del pie, que ahora está a salvo, aunque algo viudo. Le pedí al cirujano que no lo tirara, pues quería conservarlo. Me lo entregó en un frasquito de formol, como la reliquia de un santo, y lo tuve varios días sobre la mesa de trabajo, contemplándolo atónito para ver si se me ocurría algo profundo. Es duro pretender levantar una reflexión sin conseguirlo, pero un dedo meñique da para poco. Finalmente, lo saqué del frasco, lo sequé con un pañuelo de papel, lo metí en una caja de cerillas y lo enterré en un rincón del jardín. Así es como enterraba de pequeño a los escarabajos que se me morían.

Me vinieron a la memoria aquellos enterramientos al llevar a cabo el de mi pobre apéndice. Puse encima una piedra grande para evitar que el gato lo desenterrara y cada día, cuando salgo a regar o a contemplar el panorama, observo la piedra y me extraño de mí mismo y de mi vida.