La depresión, que durante este año de pandemia está alcanzando cotas nunca vistas, es una de las enfermedades más comunes en nuestros días, convirtiéndose ya en la segunda causa de incapacidad a nivel mundial. Pero, desgraciadamente, el hecho de que constituya un problema tan común no significa que sea comprendida ni aceptada socialmente. ¿Quién no ha escuchado alguna vez expresiones tan completamente irrespetuosas del tipo “la depresión es propia de gente débil”, “el que está así es porque quiere” o “yo jamás podría estar deprimido”? Pues conviene no llamarse a engaño, porque si bien las personas resilientes, con vínculos afectivos sólidos y sensación de control sobre su propia vida son menos proclives a sufrirla, nadie está exento. Sentirse mal, cansado, sin ganas de vivir, triste o con dolores por todo el cuerpo es el terrible escenario de síntomas en el que se desarrolla, y de más está decir que no se trata de una elección personal. Hasta hace poco tiempo, determinados padecimientos tampoco existían, entre comillas. El estrés o el acoso laboral a buen seguro tenían lugar, pero no se incluían en el catálogo de causas para solicitar una baja. Por suerte, esta situación ha cambiado, no sólo gracias al mayor reconocimiento de derechos de los trabajadores, sino también a la aceptación social de patologías muy graves que presentan una relevante componente psicológica.

No obstante, tampoco se debe perder de vista otro fenómeno paralelo protagonizado por personas sin escrúpulos que se aprovechan de modo fraudulento de estas dolorosas situaciones. Determinar la gravedad de un estado anímico se me antoja una tarea nada fácil, y más aún determinar cómo afecta a las facultades necesarias para ejercer un empleo. En otras palabras, dictaminar acertadamente una baja por depresión no debe ser ni mucho menos sencillo. A ello hay que añadir que la actual normativa prevé la posibilidad de alargar la contingencia hasta un máximo de dieciocho meses, en los que el empresario continúa pagando al enfermo mientras, simultáneamente, se ve obligado a contratar a un suplente. Aun así, parece comprensible que los facultativos, ante la duda, extiendan el parte y no se arriesguen a incurrir en un error que pueda conllevarles severas responsabilidades futuras.

Coincide además que el tratamiento recomendado no suele ser el habitual de guardar reposo y permanecer en el domicilio, sino que incluye desarrollar actividades que supongan entretenimiento y huida de la rutina, indicaciones que favorecen que algunos desahogados hagan de su capa un sayo y, para colmo, por prescripción facultativa. Lo más lamentable es que la existencia de estos cuentistas implica que acaben pagando justos por pecadores. Los abogados laboralistas están al cabo de la calle en lo tocante a ejemplos de individuos que solicitan una baja con la finalidad de negociar su despido para dedicarse después a otra ocupación que, incluso, han estado llevando a cabo durante ese período de inactividad. Los hay que hasta amenazan a sus jefes con tomar dicha medida si no atienden a sus requerimientos. En coyunturas como la referida, la única vía por parte de las empresas para detectar el fraude es, con suerte, controlar los procesos a través de las Mutuas.

Por lo tanto, en este punto procede hacer una reflexión. No parece lógico que un trabajador serio y formal decida pagar a un empresario cumplidor con la moneda del fraude más deshonesto, pero la cruda realidad es que, ni todos los empleadores son considerados y respetuosos ni todos los empleados son leales y responsables, y tan defendibles son los derechos de quien no recibe un trato digno en su puesto de trabajo como los de quien se topa con un caradura. En definitiva, nos enfrentamos a un fraude en toda regla que, como tal, merece ser perseguido y castigado. Se impone más que nunca la responsabilidad en unos tiempos en los que tener un trabajo equivale a tener un tesoro.

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