Opinión
Rutina

Juan Gaitán
Nunca había mirado tanto el calendario como en este último año. Más, incluso, que al reloj. Antes, cuando el mundo era como me gustaba que fuese (aunque entonces no lo sabía), miraba el reloj (ese viejo reloj, heredado de mi abuelo, que camina decidido, desde hace tres cuartos de siglo, hacia sí mismo) para saber qué hora era, cuánto tiempo tenía para entregar la columna, cuánto faltaba para el momento de encontrarme con el amigo, para el almuerzo, para el descanso… Eran otros tiempos y era otro el tiempo. Pero ahora, con el reloj derogado, tengo que mirar el calendario a todas horas para saber en qué día vivo.
No sé si a usted, que tiene la paciencia infinita de leerme, le ocurrirá lo mismo que a mí. Uno siempre se cree especial, distinto, hasta que alcanza la leve sabiduría de saberse igual que los demás. Pero digo, decía, que no sé si le ocurrirá eso que me ha pasado ya muchas veces en este último año de encierro y reclusión, que te despiertas de madrugada y te preguntas a ti mismo, angustiado: ¿qué día es hoy? y la respuesta es terrible, aún más angustiosa que la pregunta: hoy es ayer.
El año uno de la pandemia lo he vivido, lo estoy viviendo, acaso usted también, con la certeza de que los días se han convertido en un mismo día, los actos en un mismo acto y la gente en un único personaje oculto, velado, inaccesible.
La inercia de este tiempo, de estos días repetidos, supone una pesarosa rutina, una abrumadora concatenación de repeticiones. Y ante esto solo puedes quedarte ahí, siempre en el mismo sitio, contemplando la fuga inútil de las horas y esperando el milagro que se obstina en no ocurrir, el de la vuelta a tu vida. Pero en este tiempo de la rutina, en estos días en los que las horas se acumulan unas sobre otras amorfas, calcadas, el mundo ha perdido su variedad y su veracidad, la luz no tiene sentido y los milagros han quedado cancelados. Y sucede entonces que hay momentos, muchos momentos, en los que la memoria se transforma en una certeza de presente y es lícito sentirse triste, porque la tristeza, lo mismo que el dolor, iguala las horas.
Y he llegado a pensar que para romper la inercia, para destruir esta rutina de los días petrificados, solo nos queda la decisión de la rebeldía, pero qué rebeldía sería posible ante un espejismo… Porque, como en las viejas tragedias, somos personajes que viven dentro de un tiempo quieto y claudicamos, cautivos de ese instante detenido. Porque hemos abolido el tiempo y el porvenir es la repetición del pasado.
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