En un país donde hay partidos que están en el gobierno de las cosas y sin embargo quieren ejercer de oposición no hace falta que haya carnavales. Y ese país es España. El lugar en donde el ministro de Sanidad que nos pidió una y mil veces responsabilidad y distancia social llama hoy a salir a la calle a seis millones de votantes en Cataluña –contagiados o contagiables– para hacer colas en los colegios electorales, entrar en las cabinas y manosear papeletas electorales. Por el interés te quiero Andrés. Los políticos de la oposición que acudieron a cenas o convocatorias de importantes medios informativos o grandes empresas –después de criticar la manifestación del 8-M– tampoco tienen excusa. Algunas autoridades canarias han lanzado serias amenazas contra las fiestas privadas y el despendole en estos días que deberían ser de Carnaval. Pero al mismo tiempo existe una especie de impulso que intenta insuflar la pervivencia de la mascarita en el ánimo de la gente. Un sí pero no. Un quiero y no puedo. Las cifras de contagios de hoy son muchísimo peor que las que teníamos cuando decidieron meternos en el congelador del confinamiento. Pero ya nos parecen muchísimo más aceptables. Porque a todo se acostumbra el ser humano. Por eso aceptamos como normal tanta incompetencia y tanta contradicción entre los que se supone que tendrían que dar ejemplo de coherencia. Prohibir los carnavales en Canarias y convocar elecciones en Cataluña –que tiene indicadores sanitarios muchísimo peores que las islas– son asuntos que casan muy mal. Pero esto es lo que hay.

Una democracia plena, queridos amigos, no es un sistema en donde la gente vota libremente a sus concejales y diputados cada cuatro años. No es un país donde existe una libertad de expresión delimitada por las leyes que los representantes del pueblo han aprobado en la asamblea legislativa. Ni siquiera es una nación en donde la gente paga sus impuestos para sostener los servicios públicos. Una democracia plena es un estado donde existe una “democracia moral”.

Esa gran lección de libertad se la están dando los poscomunistas a ese compendio de necedad política, aliñada con necesidad parlamentaria, que se llama Pedro Sánchez. Un político que se llamaba a sí mismo socialdemócrata antes de descubrir ese maquiavélico principio de que el fin de la Moncloa justifica cualquier medio para conseguirlo. Incluso cualquier compañero de viaje.

La “democracia moral” es un sistema en el que los políticos pueden incumplir las mismas leyes que sí obligan a los ciudadanos. Una que puede vender armas a Venezuela pero no a Arabia Saudí. Una que permite la autodeterminación de los pueblos que componen el Estado, siempre y cuando sea una autodeterminación republicana y progresista. Es decir, que para los neocomunistas españoles, una democracia moral, o sea, plena, es una democracia que piensa desde su izquierda.

Hace ya bastante tiempo que Pablo Iglesias ha demostrado, a quien se moleste en verlo, que sus sólidos principios son tan cambiantes como sus opiniones sobre la vivienda habitual de un cargo público. No tienen vocación de neutralidad, sino que se inclinan a explicar muy razonablemente cualquier astracanada a condición de que su autor sea un revolucionario compañero del viaje hacia la igualdad. Aunque el resultado constatable de todos esos viajes sea siempre la pobreza general de los pueblos, el desastre económico y la huida por millones de los nacionales.

España es una democracia imperfecta. Por otra parte, como todas. En este país se han aprobado leyes que son abominables desde el punto de vista de la libertad: el enaltecimiento del terrorismo es una de ellas. La libertad de opinión no puede estar recortada, como las alas de un canario. Pero las sociedades son hijas de su tiempo. Las fuerzas de seguridad necesitaron en su momento herramientas jurídicas para asfixiar a los aliados de los asesinos etarras, que hoy son pacíficos socios del Gobierno español y entregan sus votos a cambio de pasta gansa, como todo el mundo. Y las necesitan ahora, para perseguir y encarcelar preventivamente a los lobos solitarios del yihadismo, antes incluso de que empiecen a pensar en volarse las pelotas con un explosivo casero llevándose por delante a algunos inocentes transeúntes.

Las ideas no son delito. Y expresarlas tampoco. Por eso Iglesias se apoya en un terreno sólido cuando protesta porque un famoso rapero haya sido perseguido judicialmente por decir animaladas. Pero el pequeño problema –muy pequeño, pero muy sustancioso– es que Iglesias no perseguiría al rapero, ni haría leyes para prohibir las opiniones contra la pasma o los reyes, pero sí contra los fachas que pidan el regreso del cuarto Reich o abominen de los musulmanes que invaden Europa. Es decir, que su ambición de plena libertad no va en todas direcciones, sino en la suya. En la de su moral, que hunde sus raíces en los campos de reeducación rusos o chinos, en donde los disidentes fueron internados por decenas de miles para purgar sus ideas contrarrevolucionarias. De hecho, hoy China sigue encarcelando sumariamente a cualquiera que vierta opiniones que se consideren peligrosas para ese ejemplar país comunista hacia dentro y capitalista hacia afuera. Y Putin acaba de encarcelar al principal líder de la oposición. Arabia Saudí es una monarquía medieval donde se esclaviza a las mujeres, pero China...¡Ah! Es otra cosa. Ahí no se persigue a las mujeres, sino a todo el mundo. O sea, la igualdad.

El daño exterior que está causando Iglesias con sus opiniones sobre el Estado español es evidente. Es el vicepresidente de un Gobierno que pone a parir a la democracia en la que fue elegido. Lo hace porque le beneficia electoralmente en Cataluña y le acerca a sus aliados independentistas. Porque le congracia con Puigdemont y el resto de los huidos. Es un arrebato instrumental, porque quiere conseguir votos. O lo que es lo mismo, es la plasmación de su principal idea moral: todo vale si es en mi propio beneficio. O sea, lo mismo que Pedro Sánchez. ¿Se explican ahora por qué están tan bien juntos?

El Recorte 

Contradicciones. En un país donde hay partidos que están en el gobierno de las cosas y sin embargo quieren ejercer de oposición no hace falta que haya carnavales. Y ese país es España. El lugar en donde el ministro de Sanidad que nos pidió una y mil veces responsabilidad y distancia social llama hoy a salir a la calle a seis millones de votantes en Cataluña –contagiados o contagiables– para hacer colas en los colegios electorales, entrar en las cabinas y manosear papeletas electorales. Por el interés te quiero Andrés. Los políticos de la oposición que acudieron a cenas o convocatorias de importantes medios informativos o grandes empresas –después de criticar la manifestación del 8- M– tampoco tienen excusa. Algunas autoridades canarias han lanzado serias amenazas contra las fiestas privadas y el despendole en estos días que deberían ser de Carnaval. Pero al mismo tiempo existe una especie de impulso que intenta insuflar la pervivencia de la mascarita en el ánimo de la gente. Un sí pero no. Un quiero y no puedo. Las cifras de contagios de hoy son muchísimo peor que las que teníamos cuando decidieron meternos en el congelador del confinamiento. Pero ya nos parecen muchísimo más aceptables. Porque a todo se acostumbra el ser humano. Por eso aceptamos como normal tanta incompetencia y tanta contradicción entre los que se supone que tendrían que dar ejemplo de coherencia. Prohibir los carnavales en Canarias y convocar elecciones en Cataluña –que tiene indicadores sanitarios muchísimo peores que las islas– son asuntos que casan muy mal. Pero esto es lo que hay.