Están los Gobiernos de EEUU y la Unión Europea justamente indignados por la detención y condena del opositor ruso Alekséi Navalni a tres años y medios de cárcel por la Rusia de Vladimir Putin.

Lo están también los medios de comunicación occidentales, que se han mostrado unánimes en sus críticas virulentas a lo que se interpreta como una crasa violación del derecho de opinión y expresión en aquel país.

Nada que objetar, pero a uno le habría gustado también que los mismos medios hubieran dedicado al menos una décima parte de los editoriales que vienen dedicando a Navalni al fundador de Wikileaks, Julian Assange.

El pretexto esgrimido en ambos casos es parecido: ambos fueron acusados de haber violado las condiciones de su libertad bajo fianza.

En el caso de Navalni, por imposibilidad física ya que fue objeto de un envenenamiento atribuido por Occidente al Kremlin o a círculos próximos, tras el cual tuvo que ser internado de urgencia en un hospital ruso y trasladado luego a Berlín.

Por su parte, el australiano Assange se refugió en junio del 2012 en la embajada ecuatoriana en Londres ante el temor de que la petición de extradición de la justicia sueca por supuestos delitos sexuales no fuese sino un burdo pretexto para su posterior entrega a EEUU, que deseaba juzgarle por alta traición.

Su delito: la divulgación a través de la plataforma por él fundada de cables oficiales y vídeos que documentaban, entre otras cosas, gravísimas violaciones del derecho internacional y las leyes de la guerra por militares de EEUU en las guerras de Irak y Afganistán.

Hace tiempo que la justicia sueca retiró sus acusaciones contra el australiano, y una juez británica se pronunció en contra de su entrega a EEUU por poder peligrar allí su estado de salud tanto física como mental tras largos años de reclusión.

Pero Assange, al que la policía sacó por la fuerza de la embajada ecuatoriana hace ya dos años, continúa en una prisión de alta seguridad de Londres, como si se tratara del terrorista más peligroso del mundo, en espera del recurso que pueda presentar la justicia estadounidense contra la decisión de la británica.

Sin que nos olvidemos tampoco de Edward Snowden, ex analista de la CIA y la Agencia de Seguridad Nacional de EEUU que hizo públicos documentos clasificados como secretos que daban fe del espionaje masivo de EEUU al resto del mundo y a quien Rusia ofreció asilo político en 2013.

El famoso informante de los Papeles del Pentágono, Daniel Ellsberg, declaró en una entrevista con la CNN que Snowden había prestado un servicio “incalculable” a su país y que sus filtraciones podrían evitar que EEUU llegara a convertirse en un “Estado de total vigilancia”.

Hay quienes, desde la izquierda norteamericana, se preguntan por qué, en lugar de amenazar con sanciones que no parecen impresionar a Moscú, no podría adoptar Washington la vía diplomática aunque esta vez no se trate de espías como durante la Guerra Fría.

Por ejemplo, ofreciendo negociar con el Kremlin la puesta en libertad de Navalni a cambio de la retirada por EEUU de los cargos contra Assange y ¿por qué no?, también contra Snowden. Pero a uno eso se le antoja simples ilusiones.