El autor de Puigdemont es un exiliado firma estos días ejemplares de su nueva defecación sobre la “mala calidad democrática” de este país. En el caso de que así fuera y no existiese una normalidad política, habría que preguntarse cuál es la preocupación real del vicepresidente del Gobierno sobre la salud del sistema cuando él mismo ataca a los jueces y erosiona la división de poderes, o defiende al dictador venezolano Maduro que reprime las libertades en Venezuela. La ministra portavoz ha intentado disculpar al socio y compañero de gabinete diciendo que sus palabras se enmarcan en la batalla electoral de Cataluña. Pero todos sabemos que la locuacidad de Pablo Iglesias es la misma en cualquier contexto. Además, él siempre está en campaña.

Iglesias no paga el precio de ser un lenguaraz incomprendido, sabe perfectamente que hemos caído en el pánico inmoral de la indiferenciación: de la confusión de todos los criterios. No porque haya leído a Baudrillard, que no lo sé, sino porque le conviene confiar en este tipo de indigencia intelectual para seguir adelante con sus planes destructivos. Si ve que puede arrancar un voto del criptonacionalismo catalán no duda en lanzar un mensaje para captar esa corriente de simpatía. Puigdemont es indiscutiblemente un prófugo de la justicia pero a él no le cuesta equiparar su peripecia a la de los exiliados republicanos del franquismo. Los presos del procés están en la cárcel por haberse rebelado contra las instituciones y por malversación de fondos públicos, sin embargo los considera reos políticos en vez de políticos condenados por desafiar a la democracia. Puede que no haya una perfección en los medios que emplea Iglesias, teniendo en cuenta además que es el propio vicepresidente del Gobierno el que pone en duda la normalidad democrática, pero tampoco existe confusión en sus burdos fines. Tiene claro su papel de burro de Troya.