Podría escribir un titular más llamativo para esta tira, algo que recuerde el episodio ya reiterado de las aguas sucias entrando en tromba por las instalaciones del Campamento Canarias 50, impregnando de porquería y un olor insoportable las casetas donde tienen que vivir los miles de emigrantes que cruzaron el mar para iniciar desde Canarias su aventura europea. Podría hablarles de esos barracones antes de ser estrenados, que ya son inhumamos antes de ser inmundos, contarles del frío húmedo que estos días baja desde la cumbre nevada del Teide y congela los huesos a estos recién llegados hospedados a la fuerza sin ventanas de doble cristal ni calefacción, apenas protegidos de la helada nocturna por una pared de lona plastificada, fijada al suelo con unos sacos de tierra. Podría escribir del barro sobre el que se han levantado las tiendas de campaña del Campamento de las Raíces, sobre esa chapuza de calles recién trazadas sobre la tierra aplastada, donde desde ahora van a vivir miles de personas por un tiempo no determinado. Pero no voy a hacerlo, no voy a hacerlo porque yo tengo la suerte de vivir en otro sitio, la suerte de vivir aquí.

Vivo en una tierra acostumbrada a que las guaguas lleguen solo un poco tarde, a que las cosas funcionen (más o menos), a que los retretes aguanten sin reventar de tanto tragar porquería, y si algún día se tupen, venga en unas horas un fontanero y lo solucione. Por eso, quienes vivimos aquí –¡qué suerte tenemos!– somos casi todos gente que cree que lo normal es que el agua caliente salga humeando del grifo medio minuto después de haberlo abierto, y que se enciendan inmediatamente las luces y las placas de la cocina, solo apretando un botón o girando una perilla, y que el colchón que mima nuestro sueño y nuestra espalda esté sobre un somier, y tenga encima un cubrecolchón, y sobre él, una sábana bajera, y encima otra sábana, y un edredón de plumas o dos buenas mantas de lana.

Es cierto que no todas las sociedades funcionan así, y por eso creemos que la mía (la nuestra) es una sociedad mucho mejor que otras. Una sociedad en la que las personas que más tienen contribuyen más que las que menos tienen a sostener las necesidades comunes, una sociedad que enseña a todos los que quieren aprender, que cura (o al menos lo intenta) a los que lo necesitan, que protege a los ancianos, trata con cuidado a los niños, y procura que todo el mundo tenga un trabajo, y si no lo tiene, tenga al menos lo suficiente para vivir hasta encontrarlo. La nuestra es la mejor sociedad que ha conocido la historia, la más solidaria, justa, civilizada y a veces hasta decente.

Por eso vienen.

Y al llegar se encuentran con el esfuerzo y veces el heroísmo de quienes intentan evitar que paguen con sus vidas el tributo del mar, quienes luchan por devolverles la dignidad perdida por la angustia durante la travesía, quienes les arropan, alimentan, protegen y reconfortan. Pero eso dura apenas unas horas. Después se encuentran con un mundo que no parece ser el nuestro (aunque también lo es), y quizá ni siquiera mejor que el que han dejado atrás. Debe ser una gran decepción para ellos. Que les tratemos así, y que lo hagamos para que no olviden que es una suerte vivir aquí, sí.

Pero que este no es sitio para ellos.