A juzgar por su miope egoísmo, parece como si algunos gobiernos no supieran lo que significa realmente una pandemia como la que sufre actualmente el planeta.

El coronavirus es la primera epidemia de nuestro tiempo que, a diferencia de otras anteriores que se cebaron sobre todo, aunque no sólo en el mundo en desarrollo, no distingue entre países ricos y pobres.

Así, en los peores años de la pandemia del síndrome de la inmunodeficiencia adquirida (Sida) morían al año en torno a dos millones de personas, pero en su mayoría estas vivían en el África austral.

Pasó bastante tiempo hasta que los tratamientos desarrollados en Occidente para prolongar la vida de los afectados por esa enfermedad llegaron a los países más pobres. Costaban inicialmente hasta 10.000 euros al año por paciente y aquellos no se lo podían permitir.

Algunos países de los llamados emergentes, también muy afectados por la epidemia del sida, como Brasil, la India y Suráfrica, libraron toda una batalla en el seno de la Organización Mundial de Comercio hasta conseguir una excepción al sistema de patentes que permitió la producción de genéricos mucho más baratos.

Algo parecido es lo que vuelven a demandar también hoy, para hacer frente a la pandemia del Covid-19, los Gobiernos de la India y Suráfrica: quieren que se les permita fabricar las vacunas desarrolladas en Occidente en sus propios laboratorios para abaratar los costes.

Esa iniciativa ha encontrado el apoyo de cerca de un centenar de países, en su mayoría en desarrollo, pero, como ocurrió en la ocasión anterior con los tratamientos contra el sida, muchos de los industrializados, sobre todo aquellos con un importante sector farmacéutico, como los europeos, EEUU, Japón, Australia, o Canadá, se muestran en contra.

Las empresas farmacéuticas, atentas solo al lucro, argumentan que la protección que les brinda el sistema de patentes les permite ganar dinero para seguir investigando, pero se olvidan deliberadamente de que muchas de ellas se han beneficiado para sus investigaciones de miles de millones de dinero público.

Algunas organizaciones no gubernamentales de ayuda humanitaria como Médico International se lamentan del hecho de que no se haya obligado contractualmente a las empresas que recibieron importantes subvenciones a compartir con el resto del mundo los resultados de sus investigaciones.

Es cierto que el año pasado se fundó un consorcio de donantes públicos y privados llamado Covax, que impulsan la Organización Mundial de la Salud, la alianza para la vacunación Gavi, con sede también en Ginebra, y la Coalición para las Innovaciones en Preparación para Epidemias (Epi), radicada en Noruega.

Covax se marcó como objetivo distribuir 2.000 millones de dosis de diferentes vacunas a los distintos países del mundo, tanto desarrollados como en desarrollo, para finales del próximo abril, pero hasta ahora prácticamente no ha ocurrido nada.

Los países ricos decidieron actuar por su cuenta y comprar directamente y de modo masivo las vacunas a los fabricantes: han copado el mercado.

Según el Instituto de la Salud Global de la Universidad de Duke (Carolina del Norte, EEUU), un 16 por ciento de la población del planeta se ha garantizado así un 60 por ciento de las vacunas disponibles, con lo que el resto tendrá que esperar a que estén inmunizados los ciudadanos de los países ricos.

Como denunció ya en enero el propio director general de la OMS, Tedros Adhnamon, “mientras que se han entregado más de 39 millones de dosis a 49 países ricos, los pobres no han recibido solo 25 –no veinticinco millones– sino sólo 25 dosis”.

Es decir, que mientras con suerte los primeros podrán más o menos vencer a la epidemia y permitir que se recuperen sus economías, el resto –los países africanos, muchos de los asiáticos y los latinoamericanos– seguirán sufriendo el doble castigo de la Covid-19 y la resultante paralización económica.

Pero ¿qué harán entonces los ricos frente a un virus que no conoce fronteras? ¿Aislarse de esos países pobres de los que tantas veces dependen para el suministro de materias primas con los que mantener funcionando sus economías?

Dos grandes países de regímenes autocráticos como son Rusia y China, que han desarrollado sus propias vacunas, han visto la oportunidad de aplicar lo que los politólogos llaman su “poder blando”, vendiéndoles sus vacunas a muchos de los olvidados por un Occidente tan egoísta como miope.