El condicionante geográfico, el archipiélago como una raíz flotante, regresa para recordarnos su permanencia por encima de los artilugios económicos. El colonialismo del capital creó su espejismo en una tierra de intercambios, acostumbrada a evitar el sano ejercicio de cuestionarse a sí misma. El canario experimentó un exitoso boom de rápido crecimiento turístico y demográfico, en detrimento de la realización como ser que indaga en la búsqueda de su identidad. La desconexión de la vida rural trajo aparejada la sustitución del yo naturaleza por la imitación del producto para consumo intensivo de masas, con la consecuente presión sobre el territorio, ahondando en una autoestima artificial que se desvanece al primer atisbo de inseguridad. Cuando el silencio de los motores deja al descubierto el sonido de las olas y los pájaros, se desvela una extrañeza que obliga a la revisión de lo hecho para rescatar otra idea de progreso. Se hace necesaria una reflexión sosegada, evitando caer en la continua precipitación de los acontecimientos, sobre el nuevo encaje de nuestra realidad fragmentada, con el fin de diseñar un modelo de desarrollo complementario al turismo. La transformación del concepto de ocio que convive con el trabajo remoto de tal modo que apenas se diferencian invita a transitar entre la isla hotel y la isla hogar. El sueño vacacional que muta en paraíso soñado, un espacio de creación basado en la atracción de talento. Esta disposición estratégica requiere un amplio consenso alrededor de la relectura de nuestra identidad, no como islas prisión o falsa frontera sur, sino como pueblo desacomplejado capaz de configurar una sociedad del conocimiento, las islas laboratorio. Esta nomenclatura significa recuperar el mito, la utopía del nómada –ahora digital– que percibe el sentido del viaje como parte de su aventura vital, el retorno al infinito que representamos. Nuestro común infinito.