Carl Jung describió al puer aeternus como un sujeto inmaduro, incapaz de admitir el inexorable paso de tiempo. Los psicólogos asociaron luego este peculiar fenómeno con el síndrome de Peter Pan, identificando a sus protagonistas con un apego enfermizo a los años mozos, una rebeldía irresponsable, arrogancia egocéntrica y el convencimiento de que están por encima del bien y del mal. Quienes observan con atención esta tendencia, cada vez más extendida en Occidente, advierten escasa capacidad autocrítica en estos adultescentes, como los llama Lipovestky, que se consideran merecedores del permanente interés de los demás, como cualquier niño malcriado. En Estados Unidos los denominan kidults, o adultos que rechazan afrontar los retos que depara el porvenir.

Que infantiloides así hayan recalado en política poco tiene de particular, porque ya nos rodeaban en nuestras familias o nos los tropezábamos por la calle desde hacía décadas. Era de esperar que alcanzaran posiciones relevantes, debido a su crecimiento exponencial. Ese surgimiento resultaba además inevitable en sociedades saturadas de narcisismo, abandono paulatino de los valores tradicionales o pérdida de la conciencia histórica. Impedir el avance de líderes coherentes con esa ligereza no entraba en ningún pronóstico, como se ha visto.

Sucede, sin embargo, que este mainstream, como ahora dicen los esnobs para referirse a las corrientes que causan furor, tiene sus lógicas consecuencias en el devenir de los pueblos, porque bien se entenderá lo complicado que es gestionar presente y futuro desde patrones así de insustanciales. Aunque el personal esté encantado de vivir en esa instantaneidad vacía y alérgica a todo aquello que huela a adversidad, nunca tales parámetros han generado demasiados progresos. Como dejó escrito Jung, los que no aprenden de los acontecimientos más difíciles de su existencia están condenados a volver a padecerlos hasta que mamen las enseñanzas de esa cruda realidad, dado que “lo que niegas te somete, pero lo que aceptas te transforma”.

Mantener hoy un sereno debate con estos adultescentes es tarea abocada al fracaso. El otro día, en un programa televisivo de máxima audiencia, un juicioso excanciller español se las vio y se las deseó para defender argumentos sensatos ante un célebre personaje de esta nueva hornada de la política líquida, que no dejaba de hacer aspavientos y soltar disparates. Es misión imposible convocar a estos tipos en torno a planteamientos razonables, contrastados empírica o históricamente, por la sencilla razón de que ellos están a otra cosa, navegando entre fantasías alternativas en las que no queda resquicio a la verdad, sino ensoñaciones y gestos inanes recibidos con arrobo por los incondicionales de este lamentable credo pubescente. Oponer solidez madura a irracionalidad pueril es un empeño baldío en democracias contaminadas por ese simplismo irreal tan perspicazmente definido por Bueno en su Pensamiento Alicia.

Contamos con algunos dirigentes de esas hechuras. Son los que acceden a responsabilidades sin querer dejar atrás su mocedad pese a acumular trienios, incluso conservando deliberadamente la estética juvenil, en una penosa reedición del retrato de Dorian Gray, pero aún con mayores dosis de decadencia. Las formas acostumbran a seguir aquí al fondo, y por eso no pocas ocurrencias políticas adultescentes acompañan a pintorescas puestas en escena veinteañeras, porque lo viejuno en ideas y maneras es una seria amenaza al buen rollo que debe presidir en este nuevo mundo tan moderno y cool.

De modo que ya sabemos dónde radican parte de nuestros males, que se prolongarán mientras dejemos las riendas a quienes viven anclados en los libros de Enid Blyton y en ficciones que renuncian siempre a combatir los desafíos verdaderos.