A mi abuela le daba más vergüenza firmar con su nombre que con el dedo, porque temía que se iban a reír de ella con su letra torcida y malamente caligrafiada.

Cada vez que la acompañaba a la caja de ahorros o a cualquier otro lugar donde se requiriera su rúbrica, yo sufría viéndola pasar ese mal rato en el que dudaba si mostrar su carencia de instrucción poniendo su firma o mostrarla poniendo la huella.

Al final, siempre optaba por lo último, mientras se encogía de hombros, en un gesto que decía, a las claras: “A quién quiero engañar”. Y, luego, ante mi mirada triste, se justificaba: “La gente de la cola también vino a cobrar y no está para que yo le haga perder el tiempo”.

Mi padre, su yerno, la enseñó a interpretar el reloj y aprendió de corrido porque era muy viva, mucho. Tanto, que una monja, directora de colegio, que fue su compañera de habitación en un ingreso hospitalario, me decía, admirada, siempre que iba a visitarla: “Qué juiciosa es esta mujer. Si su abuela hubiera estudiado podría haber sido ministra”.

Yo estoy segura de que, de haber estudiado, no habría tenido interés alguno en ser ministra ni cosa similar, pero siempre aprecié muchísimo que la sor reparara en la inteligencia natural de mi abuela, que era lo que en la isla de La Palma llaman “discreta”, usando esa bella acepción, vestigio de otros tiempos, que no es otra que “lista, sensata, con buen juicio”.

Esa discreción, esa sabiduría innata, la convertían en confidente de los más variopintos personajes que acudían al calor de su café de los sábados y de sus palabras, siempre atinadas. Desde un prestamista casi mudo a una prostituta retirada, pasando por alguna joven vecina en apuros, todos iban a que mi abuela, analfabeta para el mundo pero catedrática en el suyo, les aconsejara o calmara, según la ocasión.

Mi abuela jamás se sintió orgullosa de su falta de formación. Siempre me decía: “Ojalá hubiera ido más a la escuela, pero yo no oía muy bien, me distraía, me pasaba las noches, hasta que me daba el alba, planchando ropa con mi madre para la casa y para el cuartel, y luego no había quien me levantara”.

Adivino que muchas otras mujeres de su época habrán penado de grandes por no haber estudiado de chicas y se habrán sentido, igual que ella, reconfortadas y satisfechas de que sus hijas y sus nietas sí hayan podido abrir esas otras ventanas al mundo gracias a su esfuerzo.

Por eso, porque tengo siempre bien presente la magua de mi abuela, su pudor, su tristeza por no haber aprendido a leer y a escribir bien, me repatea la gente que se cree en la obligación de corregir en público las faltas de ortografía a quien se ve, claramente, que no ha podido estudiar. Ese clasismo absurdo, esa superioridad imbécil, esa necesidad de decir: “Yo sí y tú no”, no la entenderé ni la compartiré jamás.

Como tampoco comprendo que nadie se ufane de su ignorancia en prime time y con cascabeles con la excusa de ser “del pueblo”. En mi cabeza no entra que, quien tiene dinero y posibilidades, elija ser un iletrado y, además, haga bandera de ello porque sabe que va a seguir cobrando las mismas obscenas cantidades de dinero.

Me cuesta digerir cualquiera de estos comportamientos porque, cuando los detecto, viene a mi recuerdo, invariablemente, la imagen de mi abuela anciana en el patio, con su cuaderno de doble raya, intentando escribir su nombre, que es el mío, con la esperanza de poder, algún día, firmar con él sin miedo ni vergüenza.