Las alarmas se han disparado. La Comisión Europea ha enfocado todos los cañones contra las farmacéuticas que producen la vacuna contra el coronavirus. Una guerra que se desarrolla en la mesa de negociaciones y que también comprende beligerantes inspecciones en centros de producción, como la realizada esta semana en una fábrica de AstraZeneca en Bélgica para comprobar los supuestos “problemas de producción” y cuyas conclusiones conoceremos en los próximos días. Se confirma lo que ya se adelantaba: si falla el suministro, no existe el suficiente estocaje como para garantizar que se pueda poner una segunda dosis a los 21 días a los que ya han sido vacunados. Sería un falló garrafal de previsión –uno más– de las Comunidades que no se preocuparon de reservar una vacuna por cada una que ponían, confiados en un suministro fiable que al final ha resultado no serlo. ¿Y ahora? Pues problemas, tensión, cabreo, peleas entre los países por conseguir vacunes y más peleas entre las propias comunidades, especialmente aquellas que más han vacunado –como Canarias– que se pueden quedar desabastecidas para cumplir con la segunda cita con sus vacunados. Todo lo que rodea la lucha contra esta pandemia está demostrando fallos garrafales e impensables, basados en la falta de previsión. Y como ya ha ocurrido antes, nadie se hará responsable del estropicio que quedará a cuenta de inventario.

Es un hecho que la administración española la pifió a lo grande con el coronavirus. Nadie hizo caso de las alertas y advertencias de la OMS que llegaron en enero de 2020. Las primeras declaraciones de nuestros “expertos”, leídas hoy, mueven al bochorno. Sus predicciones fueron que los efectos del virus chino en nuestro país serían residuales. Unos pocos casos. A estas alturas vamos camino de los cien mil fallecidos.

Cuando en el norte de Italia ya había explotado el coronavirus, los vuelos de ese país seguían entrando en el nuestro como Pedro –Sánchez– por su casa. No la vimos venir hasta que fue demasiado tarde. Seguimos celebrando actos multitudinarios, como manifestaciones, deportes o conciertos, hasta el mes de marzo. El clientelismo o el negocio antes que la salud.

Hoy estamos en el fragor de una tercera ola que nos está arrastrando a una situación alarmante. Jamás hemos tenido peores cifras. Asumimos como normal que cada día, desde el comienzo de la pandemia, hayan muerto casi trescientas personas. Como si se cayera un avión diario. Los hospitales empiezan a tener cifras alarmantes de ingresos y la ocupación de las UCI está disparando todas las alertas.

Es en ese contexto cuando se ha tomado la decisión de mantener una convocatoria electoral en Cataluña. Que alguien me lo explique. La misma gente que nos ha impuesto toque de queda. Las mismas autoridades que amenazan con hacer caer sobre los irresponsables todo el peso de la ley. Los que nos exigieron mantener distancia social y nos obligaron a celebrar las navidades más tristes de nuestras vidas. Esa gente ha decidido que el 14 de febrero cientos de miles de personas vayan a votar en Cataluña, incluyendo los contagiados asintomáticos que saldrán de sus casas e irán esparciendo el virus por donde quiera que vayan.

Los intereses políticos, los mismos que han llevado a renunciar al ministro de Sanidad, que encabezaba la lucha contra el virus, para convertirse en candidato electoral, nos están arrastrando a uno de los mayores disparates que se han cometido, después del error garrafal de valoración que nos llevó a reaccionar demasiado tarde ante la primera ola. Poner en la calle a millones de ciudadanos y hacerles acudir a centros de votación es un disparate de una magnitud colosal y una decisión que va en contra de todo lo que nos han dicho, todo lo que nos han recomendado y todos los sacrificios que nos han impuesto. No sé qué pensarán los dueños de bares y restaurantes a los que se les prohibió servir bebidas y comidas en el interior de sus locales. ¿Les permitirían haber estado abiertos si hubieran puesto una urna en su interior?

Los mismos que despreciaron la expansión del virus en China dijeron que los efectos de la cepa británica serían marginales en España. Dos meteduras de pata ya son demasiadas. La mutación británica, más contagiosa y –está por probar– mortal, se está extendiendo rápidamente. Y ya lo admiten igual de asustados que nosotros. ¿Y sin embargo llaman a la gente a votar? Están como cabras.