En una entrevista reciente, el oncólogo Juan Fueyo afirma algo habitualmente olvidado: “No hay ciencias y letras”. Lo subraya con una descripción rotunda y explícita por sí misma, al recordar que el Universo está hecho de “átomos y cuentos, física e ideas, fuegos y artificios, hechos y metáforas”. La invisibilidad de los virus o las partículas elementales, al menos para el ojo humano sin artilugios, nos remite a la aceptación de que la existencia o inexistencia de las cosas no depende de la disponibilidad de un instrumento que las muestre de manera accesible a los sentidos y a las capacidades de los seres humanos. Cuando se ordenan y se asocian de la forma adecuada, son los números los que nos enseñan que hay procesos reversibles e irreversibles, que el Universo está en expansión o que la velocidad de la luz es una constante. Cuando se las extrae del sombrero o se las permite emerger de la nada, son las palabras las que nos descubren que en el fondo del Maelstrom, en las oscuras profundidades visitadas por Poe o tras los espejos en los que Borges veía a los seres imaginarios, habitan sombras que sugieren presencias invisibles, fragmentos insignificantes que ni pesan ni emiten energía ni ocupan lugar en el espacio, lo cual no es una demostración inequívoca de que no estén allí; ni siquiera de que carezcan de esas propiedades. Tampoco de que se trate de algún tipo de conocimiento inalcanzable por la ciencia o por el ejercicio del pensamiento mediante aproximaciones metodológicas diversas. Simplemente indican que aún no disponemos de los instrumentos que nos permitan detectar algún signo de su existencia. La presencia de tenues membranas que separan a las neuronas y establecen espacios de diálogo requirió el uso de potentes microscopios e ingeniosas técnicas pictóricas. Las partículas elementales fueron inicialmente sombras de sospecha que comenzaron a intuirse a través de sus efectos. El tiempo, por su parte, ha resultado algo tan etéreo e inaprensible que el abordaje de su estudio ha asustado a filósofos como Bergson o Heidegger, o a físicos como Einstein. A unos por considerarlo algo extremadamente complejo, a pesar de su levedad o quizá por ella, y a otros por verlo como algo demasiado alejado de los objetos susceptibles del análisis objetivo y de la observación experimental. Por el contrario, el tiempo jamás ha causado temor a los poetas; si acaso angustia ante la sensación de su transcurrir, el vértigo ante su paso. En la ciencia moderna, puede que fuese Illya Prigogine quien se atreviera a transgredir las fronteras establecidas a las dos culturas, incorporándolo al discurso básico sobre su acción creativa. Mientras que para algunas visiones de la física del siglo XX el tiempo es una creación de la conciencia, para Prigogine se trata del elemento conductor que permite o provoca la evolución del resto; tal vez el más esencial del Universo, el que incorpora la irreversibilidad a los acontecimientos que suceden en ese extraño escenario. “Sauces del tiempo rotos”, que dijo Ángel Valente.