No tuve la suerte de conocer a David Sackett, una de las personas que más influyeron en mi carrera. Cuando, en los primeros años de la década de 1980, comencé a interesarme por la epidemiología, buscaba una forma de combinarla con la clínica. David Sackett, internista como yo, lo había hecho al inventar la epidemiología clínica.

Fue el germen de un movimiento que transformó la práctica clínica: la medicina basada en la evidencia. De lo que se trata es de exigir que las intervenciones médicas tengan un sustento en pruebas científicas solidas, preferentemente ensayos clínicos aleatorizados. Sackett fue el introductor de ese movimiento en su hospital de la Universidad de McMaster, en Canadá. Allí, por primera vez, que yo sepa, se puso en práctica la enseñanza por resolución de problemas. Que las intervenciones estén basadas en pruebas científicas es una aspiración que permea todas las actividades. Por ejemplo, la arquitectura hospitalaria basada en la evidencia.

El diseño de los hospitales siempre tuvo en cuenta las necesidades de los enfermos y, en particular, sus posibilidades terapéuticas. Eso tuvo mucha importancia en el XIX, cuando apenas había medicamentos y las enfermedades infecciosas, sobre todo la tuberculosis, dominaban la patología. La ventilación y la exposición lumínica se consideraban fundamentales para la tuberculosis respiratoria: el aire puro (ozonificado) de las alturas, y el aire salino para la ósea y la pediátrica.

Arropados con mantas, los enfermos de la Montaña Mágica debían respirar el sano frío de los Alpes en dosis terapéuticas mientras niños tendidos en tumbonas recibían el aire salino y yodado en el Sanatorio Marino de Gijón. Pero no solo los hospitales tuberculosos tenían un diseño especial: todos buscaban el efecto regenerador del aire puro adoptando una disposición pabellonal.

Hay dos áreas en los hospitales donde las pruebas son más sólidas en cuanto al diseño: las UCI y las unidades infantiles, sobre todo, las de neonatos y prematuros. Durante muchos años los pacientes que ingresaban en la UCI permanecían en espacios cerrados, sin luz natural, unidos al mundo solo por sus terapeutas y las muy limitadas visitas. Hoy se propone que sean lo más abiertas posible, además de que cada estancia o box tenga ventana. La humanización, así se llama, de las UCI disminuye las complicaciones y reduce la estancia media.

Oliver Sacks es muy conocido porque rescató del encierro cerebral a muchos pacientes que habían padecido una rara encefalitis. Está descrito en Despertares, que fue objeto de una película. Somos muchos los que disfrutamos con su prosa, su rigor científico, su capacidad divulgadora y su altura moral.

Murió en 2015, víctima de un raro melanoma que había nacido en un ojo. Pocos antes publicó en el New York Times un artículo memorable sobre cómo vivió sus últimos días. Ese mismo periódico, en 2019, recogía un escrito póstumo que titulaba “El poder sanador de los jardines”. Sancionaba así otra de las tendencias en la arquitectura basadas en la evidencia: los jardines terapéuticos. Jardines que tienen más importancia en el diseño de las zonas pediátricas. Sacks dice que en sus 40 años de práctica solo encontró dos terapias no farmacológicas de importancia vital para pacientes neurológicos: música y jardines. Reconoce que no sabe cómo la naturaleza ejerce ese papel restaurador y curativo, simplemente dice que esa es su experiencia.

La idea de la naturaleza como fuente de bienestar, sabiduría y belleza está muy enraizada en todas las culturas. Poincaré, un gigante de la ciencia, decía que “si la naturaleza no fuera hermosa no valdría la pena estudiarla y la vida no merecería la pena”, y añade que el científico estudia la naturaleza no por su utilidad, sino por el gozo que le produce su belleza.

Un jardín es una imitación de la naturaleza o de la idea que de ella tenemos: de su intrínseca armonía. Pero quizá sea muy poco natural porque, dejado inculto, las fuerzas conflictivas de las plantas y el clima lo modifican de tal forma que pierde esa versión del equilibrio. Porque en la naturaleza no hay armonía, hay lucha y, quizá, breves armisticios.

Me pregunto por qué en la naturaleza observamos belleza, y si ahí reside su capacidad terapéutica. Y una pregunta de más difícil respuesta es: qué es belleza.

El psicólogo Pinker argumenta que el gusto por los cuadros en los que aparece un río o lago, una cabaña, un bosque y un prado y quizás un ciervo se debe a que reproducen los paisajes donde el ser humano encuentra seguridad: física y alimentaria. Un recuerdo de nuestros ancestros cazadores recolectores.

Así son los jardines que llamamos naturales, como el famoso Central Park: un artificio que imita y sofistica la naturaleza. Miniaturas que los chinos llevaron al máximo con los bonsáis y los pequeños desiertos, lagos, montañas y ríos. Esos son los que más éxito tienen en los hospitales también constreñidos por el espacio. Pero hay muchos otros diseños: cuáles son los más terapéuticos es una pregunta que se debería hacer. No basta decir jardín, hay que concretar dónde y cómo.