Hubo un tiempo en que todo el mundo nos parecía yanqui, bastaba que fuera norteamericano o que hablara inglés. Era la época de la guerra del Vietnam, aquella batalla desigual contra un pueblo humilde, y de la intervención ominosa en Cuba por parte de las tropas norteamericanas y de sus servicios de inteligencia en toda Hispanoamérica.

Los norteamericanos mantenían a pulso la guerra fría en todo el mundo, para sostener el dominio sobre países estratégicos que querían controlar a hierro y a fuego. El cine, la literatura y la historia hicieron crónicas memorables, de ficción y de no ficción, de ese impresionante poderío que aplastó revoluciones grandes y pequeñas, e incluso inexistentes, como la que la atribuyeron a Arbenz, el presidente de Guatemala que, siendo partidario de Estados Unidos, fue calificado de comunista para invadir su país, expulsarlo de él y ponerlo en el camino de la desgracia. Miguel Ángel Asturias, el Nobel guatemalteco, a quien tuvimos por Tenerife a principios de los años 70, escribió sobre ese episodio una novela épica y melancólica que llamó El señor presidente, y más recientemente publicó Mario Vargas Llosa Tiempos recios, tan potente como la que el peruano hizo sobre la satrapía norteamericana en la República Dominicana de Trujillo, La fiesta del chivo.

Estados Unidos, incluido el Estados Unidos de Kennedy, no alejó de sí su manía de dominar el mundo, hasta ahora mismo. La CIA fueron unas siglas malditas, y todo lo que producían los yanquis (nosotros decíamos yanqui a todo lo que venía de allí, no importa lo que fuera y no importaba lo que significara) caía bajo la denominación de esa antipatía. La literatura, el cine, aunque fueran excelsas manifestaciones de la cultura, eran tachadas de yanquis y caían por eso en la parte de atrás de nuestros gustos.

Hace muchos años, cuando se estrenó en los cines de las islas, íbamos a escondidas a ver El Graduado, la película en la que el entonces joven Dustin Hoffman interpretaba a un estudiante de clase muy acomodada que se enamoraba de la hija de un matrimonio a cuya madre el chico había seducido previamente. A todos nos gustó el filme, pero decíamos que no lo veríamos porque era, eso se decía entonces, una americanada. Por esos tiempos vino a visitarnos un profesor republicano español, amigo de Juan Marichal y de Domingo Pérez Minik. Era el profesor Joaquín Casalduero. Marichal, que también profesaba en Harvard, y Casalduero se pasaron los días hablando de los valores de ese filme nuevo, que según ellos explicaba bien los choques de aspiraciones y valores de la América de esos años en que nosotros llamábamos yanqui todo lo que se moviera en ese inglés de chicle que nos parecía el que se pronunciaba con tal acento.

Empezamos a desconfiar de nosotros mismos. Era tan absurda nuestra impostura que tuvimos que vivir haciendo visera para no ver películas que deseábamos ver ni exposiciones que nos eran hurtadas para que no cayéramos en la tentación de acercarnos a los enramados de la CIA. Por aquel entonces vino a vivir entre nosotros un personaje extraordinario, Edmundo A. Esedín del Ródano, un argentino que venía de los países árabes. Hablaba todos los idiomas, incluido el árabe; era inteligente, ocurrente, generoso, inventivo, se convirtió en el amigo de todo el mundo, porque cocinaba como nadie, nos enseñaba la literatura de Borges y de Anatole France, montó restaurantes bien sabrosos, y era en la Plaza del Charco de mi pueblo el más socorrido, y alegre y culto, de los contertulios. Pero…, hablaba tan bien inglés que a algunos de los nuestros se le ocurrió decir que posiblemente era agente de la CIA.

Igual que ahora, a su manera existían entonces las redes sociales, y el pobre Edmundo, al que de todos modos aquello le resbalaba, siguió tan campante aguantando el chaparrón, hasta que se ahuyentó solo y él sobresalió como el hombre inteligente y sabio que fue. Por aquel entonces ocurrió (en Canarias, en España y en el mundo: fue una pandemia muy duradera) el eco de un viaje a Estados Unidos que hizo uno de nuestros héroes antiyanquis, Atahualpa Yupanqui. El folklorista argentino, que se había afincado en Madrid, donde profesaba su inquietante silencio de sobremesa en el Café Gijón, viajó a Nueva York y aceptó la invitación para oprobio de quienes consideraban que pisar la Gran Manzana era ensuciarse los pies con la política norteamericana.

Poco tiempo después, Yupanqui vino a cantar en La Laguna y los estudiantes lo recibieron con insultos, entre los cuales estaba muy destacado el grito de “¡Yuyanqui!” Lo fuimos a recibir al aeropuerto de Los Rodeos Elfidio Alonso y yo mismo, y pudimos ver a aquel indio impávido contemplar al biés la manifestación de aquellos muchachos que, como nosotros mismos, habíamos abrazado, y aún considerábamos sagrada, la religión antiyanqui. Por aquel entonces Pablo Neruda fue vencido también por la tentación del viaje neoyorquino, pero ni aquí (adonde también vino) ni en ningún sitio del mundo al que fue luego, fue recibido con la inquina que le depararon en La Laguna al autor de Los ejes de mi carreta…

Poco a poco, después de la ominosa derrota de Vietnam y del desprestigio colonizador de Norteamérica, fue decayendo la expresión yanqui como un emblema antiamericano. De hecho, poco a poco Estados Unidos se ha ido haciendo su peor imagen con le reciente incorporación a su historia de este hombre que acaba de ser desposeído del crédito presidencial, y hemos visto Washington y el país entero como el ejemplo de cómo un país puede degradarse solo hasta el punto de exponerse ante el mundo como un pobre país acosado… por los propios yanquis.

Ahora fueron los yanquis, precisamente, a invadir Washington, y a los que entonces gritábamos “yanquis go home” nos dieron ganas de gritarles lo mismo a los que invadieron Washington antes de que los rescataran las tropas leales de Joe Biden. Vivir es eso, ver pasar tus propios errores por la acera por la que caminaste ufano creyendo que todo el mundo es como tú crees que es.