Elogian los medios el discurso de investidura del demócrata Joe Biden, su defensa de la verdad frente a las mentiras de su predecesor, sus referencias al presidente que abolió la esclavitud y al líder de los derechos civiles Martin Luther King.

Destacan sus reiterados llamamientos a la unidad y sus claras advertencias contra “los enemigos que nos esperan: la ira, el resentimiento, el odio, el desorden, la violencia, la enfermedad, el desempleo y la desesperanza”.

El 46 presidente de EEUU dijo todo lo que sin duda cabía esperar de un político que se declara dispuesto a devolver a su país la unidad y dignidad perdidas durante la polarizadora etapa del autócrata de la Casa Blanca.

La cuestión ahora es si todas esas hermosas palabras van a convertirse en realidad, habida cuenta no sólo de la escasa mayoría de que dispone en las cámaras sino también de la realidad que supone una dirección del Partido Demócrata reacia a abordar las profundas reformas que necesita un país tremendamente desigual.

No olvidemos que Biden fue vicepresidente con Barack Obama, un presidente que, aun contando con una mayoría legislativa en su primer mandato, incumplió muchas de las expectativas que había despertado en buena parte de sus compatriotas.

Pero fue sobre todo la escasa atención prestada a los problemas reales de unas gentes mayoritariamente blancas y poco educadas a las que la ex dirigente demócrata Hillary Clinton llegó a calificar de “deplorables” lo que propició la derrota de la entonces candidata demócrata frente a Trump en las anteriores presidenciales.

Sin tan displicente y poco empática actitud hacia un importante sector de la ciudadanía y un sistema electoral tremendamente injusto sobre el que habrá que volver un día, difícilmente habría conseguido triunfar el discurso populista de un novato de la política como era entonces el aspirante republicano a la Casa Blanca.

Éste supo, sin embargo, canalizar en beneficio propio y de los suyos el sentimiento de exclusión y abandono de unas clases populares y medias, mayoritariamente blancas, que veían cómo, pese a todos sus esfuerzos, no dejaban de descender en la escala social.

Se ha hablado mucho de los perdedores de una globalización ideada sobre todo para aumentar los beneficios de las grandes empresas, de sus administradores y accionistas mediante la deslocalización de sus centros de producción a países de mano de obra más barata como China.

Con un discurso simplista, Trump fue capaz de explotar el profundo resentimiento de todos esos trabajadores que habían perdido su empleo y, con él, muchas veces la salud, y dirigirlo contra los supuestos responsables de su suerte: las grandes corporaciones, las elites intelectuales, los medios de comunicación liberales y, por supuesto, los inmigrantes.

Nada parecía importarles a sus votantes el hecho de que el propio Trump fuese multimillonario de nacimiento y que estuviese casado precisamente con una inmigrante, eso sí blanca: en EEUU se admira siempre a los triunfadores. Contaba ante todo su condición de ajeno al mundo “podrido” de la política de Washington.

Es precisamente a esos ciudadanos desencantados que han vuelto a votar masivamente a un político que durante su mandato favoreció sobre todo a sus amigos multimillonarios y basó el ejercicio de su poder en una monumental mentira a quienes tendrán que llegar ahora los demócratas de Biden si no quieren perder las próximas legislativas y con ellas, su control del Congreso.

Haría falta sin duda una política valiente capaz de enfrentase con una tributación mucho más agresiva a las potencias económico-financieras que con su dinero parecen marcar siempre la agenda, una política que reforzase el empleo y los servicios públicos, que impulsase la llamada “economía verde” e hiciese en definitiva de EEUU un país mucho más democrático, justo y ecológico.

El reto para los demócratas, pero también para el sector más liberal republicano, es sin duda enorme porque Trump ya insinuó en su despedida de sus seguidores, el mismo día de la toma de posesión de Biden que no los abandonaba, que volvería, aunque fuese de otra forma, a la escena política.

¿Creará un tercer partido, el de los supremacistas blancos, mayoritariamente evangélicos, que se resisten a convertirse en minoría, ese narcisista patológico al que votaron esta vez, tras todas sus mentiras, más de 74 millones de estadounidenses? ¿Volverá a ayudarle en la tarea su ideólogo de cabecera Steve Bannon? ¿Qué harán entonces demócratas y republicanos?