Los contenidos meteorológicos cotizan al alza en el mercado informativo. Desde que los noticieros dedican más tiempo a cirros, cúmulos y estratos que a la actualidad deportiva, importa más una gráfica de isobaras que el mapa de calor anticiclónico del trote de Messi por el césped en la final de la Supercopa; interesa más que se desaten los vendavales que la arrancada en galerna de Iñaki Williams en el golfo de Vizcaya. Qué lejanos los tiempos en que Mariano Medina hacía predicciones en blanco y negro, con una tiza en la mano, en el Telediario de TVE o en “Cabalgata de fin de semana”, en la radio. Ahora, el móvil dicta a cada minuto la temperatura y las previsiones horarias, a una semana vista, de soles, nublados y chuzos de punta. Todos somos hombres (y mujeres) del tiempo en el tiempo que nos toca, que pasa de un día para otro de Filomena a Marturano, y que ahora amenaza con el atropello de un tren de borrascas como el que se avecina, a la velocidad de un AVE, que en Asturias sigue siendo “tren burra”. Los meteorólogos son los obreros que explican a la gente en román paladino los augurios del advenimiento del cambio climático. Como vivimos atemorizados, el granizo deviene en pedrisco y una nevada como las de antes parece que anuncia glaciación. La meteorología se parece a la política en que cada vez que aparecen nubarrones por el horizonte, los distintos grupos del arco parlamentario juegan al hombre del tiempo: si quien gobierna anuncia claros, la oposición convoca a la borrasca para atraer rayos y centellas. Lo que para unos se queda en orbayu, a los otros les parece agua de borrajas. Si bien habría que convenir en que algunos meteorólogos parecen de Podemos: en cuanto que las condiciones ambientales se tuercen, ya hablan de un cambio de régimen atmosférico.