La exclusión del hombre más poderoso del mundo de las redes sociales, tras su intento baldío de anular, sin pruebas, el resultado electoral, no deja de ser una declaración política sin precedentes en la historia de los EE.UU.

Decidir quién tiene derecho a hablar, prohibiendo hacerlo, marca un sombrío precedente, en la medida en que ni el sistema jurídico ni el judicial han aplicado una medida susceptible de evitar la insurrección incitada por el presidente.

El ajuste de cuentas, coincidiendo con el asedio al Capitolio, lo inició Twitter, al suspender durante 12 horas su cuenta, cancelándola más tarde. Siguió Facebook, que cerró indefinidamente las cuentas para prevenir “una mayor incitación a la violencia”, y YouTube optó por la congelación durante siete días.

Esa respuesta coral mostró los reflejos de la industria tecnológica, empresas privadas sin responsabilidad potencial ni compensación alguna, acomodadas al modelo de negocio de la economía de plataforma, sin regulación, consistente en atizar la controversia, sin importar que los mensajes sean falaces o incendiarios.

Lo que puede equivaler a una censura privada de naturaleza política o ideológica, que va más allá de actuar contra material legalmente procesable (difamación, amenazas de violencia, pornografía infantil y similares).

Quienes han acumulado tanto poder, pasando de puntillas por el campo minado de la reciente campaña presidencial, son los que han ajustado cuentas con un presidente que, valiéndose de un uso enfermizo y eficaz de las redes sociales -88 millones de seguidores en Twitter- explotó una línea de populismo nativista para mantenerse en el poder.

Al ser capaces de silenciar voces omnipotentes de la política, dieron visibilidad a su propia prominencia y contribuyeron a plantear cuestiones relativas al difícil equilibrio entre libertad de expresión y seguridad pública.

La ‘democracia administrada’ significa que en EE.UU. uno puede decir lo que quiera, siempre que las plataformas privadas, que no están obligadas a ofrecer sus servicios a una persona en particular, no discrepen de lo que dijo. De modo que a falta de regulación, la denegación de acceso entra dentro de sus derechos.

Pero una sociedad políticamente censurada no es una sociedad libre, ni una democracia que funcione correctamente. Esto significa que si, en el futuro, algún gobierno decidiese cerrar una plataforma, no cabe esperar una sola protesta, ya que no tiene implicaciones para la libertad de expresión. Como ese cartel que ponen en los bares: ‘reservado el derecho de admisión’, cuando el dueño no quiere que un gamberro borracho le destroce el chiringuito.

Las redes sociales, convertidas en la principal forma de comunicación en nuestra sociedad, quieren tener las manos libres para decidir lo que se publica, pero no admiten responsabilidad alguna por los contenidos.

Esto plantea una crisis de legitimidad. Cinco oligarcas, que caben en un taxi, se bastan y se sobran para bloquear a cualquiera en Internet, al poder decidir arbitrariamente quién puede acceder y qué se le permite decir. Lo que infiere una pregunta inevitable: ¿habrían actuado así los oligarcas, si no sintieran la presión del Gobierno entrante para parar los pies a la oposición?

La aversión a la regulación de Internet que nos ha traído hasta aquí, podría llegar a suponer el principio del fin para las Big Tech que, con mucho poder e influencia en la sociedad y la política y poca responsabilidad y transparencia, se han aprovechado del vacío regulatorio y atrevido a prohibir el acceso a un presidente elegido democráticamente.

Twitter tomó la decisión correcta, pero los límites de la libertad de expresión deberían ser decididos democráticamente, no por el CEO de una empresa privada, quien al explicar la decisión tomada “para hacer frente a una circunstancia, extraordinaria e insostenible, que nos obligó a centrar todas nuestras acciones en la seguridad pública”, mostró un leve arrepentimiento: “El bloqueo a políticos poderosos sienta un precedente que considero peligroso: el poder que un individuo o una corporación tiene sobre una parte de la conversación pública mundial”.

El hecho de que al usuario, convertido en editor, cada vez le guste menos que se usen sus datos para hacer negocio, tiene como efecto neto el endurecimiento y la polarización del debate público.

Será interesante atestar la reticencia de los gigantes de la tecnología a actuar como editores, cuando se avecinen demandas y ver lo que ocurre si, como condición para publicar, hubiera que salir del anonimato y revelar la verdadera identidad.

A través de algoritmos (diseño de programas, a la medida, para que encajen con las preferencias del usuario) no siempre justos ni equitativos, que alimentan la adicción a vivir una realidad alternativa, la moderación selectiva que cultivan las tecnológicas revela su falta de voluntad en hacer responsables de su contenido a los autores de los mensajes.

Este efecto narcótico, que aviva emociones y refuerza creencias preexistentes para huir de la realidad, constituye el núcleo de su modelo de negocio: hacer cautivos a los usuarios, sin códigos éticos ni objeción de conciencia, con el objetivo claro de ganar dinero.