Han tardado mucho los medios liberales estadounidenses en calificar lo que representa el presidente saliente de EEUU, Donald Trump, de “nuevo fascismo”.

Directamente de “fascista” le ha llamado, por ejemplo, el Nobel de economía Paul Krugman en una de sus columnas para The New York Times. “Donald Trump es en efecto un fascista, un autoritario dispuesto a utilizar la violencia para conseguir sus objetivos nacionalistas y racistas. Como lo son también muchos de quienes le apoyan”, escribe Krugman.

El nuevo fascismo que representan Trump y sus inspiradores de la derecha supremacista republicana tiene poco que ver con el fascismo clásico, el que asoló Europa en la primera mitad del siglo pasado.

Aquel fascismo, el de Mussolini o Hitler, al que habría que añadir el clericofascismo de Salazar y Francisco Franco, o sus equivalentes de Eslovaquia, Rumanía o Croacia, se basaban sobre todo en la movilización del populacho.

La variante que representa Trump ha podido medrar gracias precisamente al fenómeno opuesto: atomización de la sociedad, unida a la desmovilización de los ciudadanos, lo que alguien ha calificado como un “estado persistente de apatía política”.

Todo ello unido a la creencia nacionalista, repetida una y otra vez por los políticos norteamericanos y sus medios de comunicación, de que Estados Unidos es “la ciudad luminosa sobre la colina” que ilumina a los demás, “la más grande democracia” que ha visto nunca el mundo.

Los dos partidos que se reparten el poder en Estados Unidos han logrado convencer a sus ciudadanos de que una democracia consiste sólo en que la gente pueda acudir a las urnas cada cuatro años para olvidarse luego de todo hasta las siguientes elecciones.

Algo que por cierto ni siquiera pueden hacer todos en aquel país debido a las trabas y restricciones de distinto tipo que afectan en muchos casos a las minorías, tanto la afroamericana como la de origen hispano, y muy especialmente a la millonaria población carcelaria.

Pero la democracia es, o al menos debería ser, mucho más que la periódica participación en unas elecciones dominadas además por el dinero y en la que los ataques en spots televisivos al adversario cuentan más que los argumentos y los programas políticos.

Si no quiere ser más que una cáscara vacía, la democracia requiere la existencia de una fuerte sociedad civil, de un espacio de libertades públicas que convenza al ciudadano de que merece la pena participar, de que es posible cambiar las cosas pese a la corrupción que observa constantemente a su alrededor.

Cuando faltan o languidecen instituciones capaces de articular los intereses de los distintos grupos sociales, abiertas al debate y al compromiso, cuando la sociedad está atomizada y los ciudadanos se quedan sin puntos de referencia, es cuando pueden prosperar las más delirantes teorías conspirativas.

Es entonces cuando la gente desconfía de las instituciones y los partidos y da crédito a las más disparatadas patrañas que circulan por las llamadas redes sociales como la existencia de una red de pedófilos supuestamente orquestada desde el Partido Demócrata o la que considera la pandemia sólo un diabólico plan de los poderosos para dominar el mundo.

Y es también entonces cuando un narcisista ignorante y sin escrúpulos como Donald Trump es capaz de secuestrar al partido que tan interesada como irresponsablemente le encumbró hasta convertirse en centro de una especie de culto casi religioso.

Trump ha sabido explotar la ignorancia o el miedo de muchos ciudadanos y darles a éstos un falso sentido de comunidad, desviando su atención de la causa profunda de sus problemas para culpar siempre a otros: las elites demócratas, los inmigrantes o los medios que los apoyan.