Si alguien, alguna vez, en un arrebato de supremo aburrimiento, tiene la ocurrencia de mirar de qué cosa he escrito con más frecuencia, encontrará, sin duda, que del tiempo y de la luz, que acaso sean del mismo linaje.

La luz es de estirpe divina porque, como el milagro que es, puede expandirse infinitamente. Con la llama de una vela se pueden prender innumerables velas sin que la primera sufra merma por ello. Así la luz, que ya descubrió Claudio Rodríguez que “viene del cielo, es un don”, debería ser universal y asequible, no digo yo gratis, pero al menos no debiera ser objeto de especulación de los mercaderes del templo, esa caterva de avaros que están aguardando a que Iberia sea Siberia para meter sus codiciosas manos en el recibo y frotárselas luego, satisfechos de la alevosía.

Ando preocupado, como cualquiera, por estas fechorías de las compañías eléctricas porque con esta gente no sabe uno cuánto va a subir el recibo y qué cosas pueden acabar cobrándole.

Tengo miedo porque yo he usado mucho la luz, quizás con derroche. Mi primer recuerdo es un rayo de sol colándose entre las ramas de una acacia y mi mano de niño, de muy niño, intentando tocar las flores amarillas. Pero lo que quería tocar era la luz. Siempre he creído eso, me gusta esa idea. Al fin y al cabo, la memoria es un constructo, algo que inventamos, y yo he inventado que ya de niño, apenas un bebé, yo quería tocar la luz.

Luego he basado toda mi vida en eso, en ese primer deseo que puedo recordar, el de tocar la luz, atraparla con las manos. He escrito millones de palabras desde entonces, siempre con la misma intención, con la misma idea fija, intentar tocar la luz. Y me he dejado llevar alguna vez por la fantasía, seguramente absurda, de que de vez en cuando, en un verso, he rozado la luz que late en el poema y sobre la que se alza esa intimidad, esa transparencia, ese animal azul al que se acerca a veces la palabra y no lo toca.

Y ahora me preocupa mucho que uno de estos mediodías, a esas horas en que los cobradores saben que estás en casa porque es la hora del almuerzo y van a pillarte seguro, venga el del recibo y pretenda cobrarme por todas las veces que queriendo tocar la luz la convoqué en mis versos, en mis columnas, incluso en el título de alguna novela, y por las que voy a acabar pagando a las eléctricas sin haber siquiera llegado a prenderla.