Es impresentable. Hay más de seis mil peticiones de pensiones no contributivas pendientes de respuesta en Canarias. Más de seis mil personas que ni siquiera cuentan con los escasos recursos de esa asignación para vivir. La respuesta que se les da es tan insólita que cuesta creerla: hay un año de lista de espera en la resolución de expedientes porque falta personal y porque se está instalando un nuevo programa informático. Casi 68.000 pensionistas causaron baja, por fallecimiento, hasta noviembre del año pasado en este país, pero el Estado parece que quiere más “ahorro” dilatando los plazos de respuesta. ¿Qué dificultad tiene el expediente de una prestación no contributiva? La incapacidad de respuesta de las administraciones públicas ante los más vulnerables clama al cielo. A pesar de las promesas, los anuncios y el autobombo, las colas en la dependencia no se solucionan, las ayudas de urgencia no llegan y la gente desesperada solo encuentra una mano tendida en las ONG que están partiéndose la cara, como siempre, para que nadie pase hambre. Las ayudas al alquiler de vivienda pública para personas con escasos recursos han llegado a un número ridículo de peticionarios. Lo mismo que el Ingreso Mínimo Vital, del que tanto se presumió, al final para nada. Titívilus era el demonio al que los monjes copistas echaban la culpa cuando cometían una errata gorda en los textos que copiaban. Hoy el diablo ha dejado de enredar con las palabras para emborronar esos expedientes que se atascan en trámites que nunca acaban. Porque la culpa es del demonio, por supuesto, y no de los inútiles que han fabricado las leyes y reglamentos en los que ahora se ahogan.

Los discursos siempre caminan por la luz, pero la realidad suele ir por la sombra. Las administraciones públicas en Canarias deben 186 millones a suministradores privados, en su mayoría autónomos y pequeñas empresas. O sea, que no solo no se tramitan ayudas a quienes se están ahogando, sino que, encima, no se les pagan sus servicios. Cuando debes algo al Estado y no lo pagas, desde un impuesto a una multa de tráfico, te embargan la cuenta corriente, te matan a intereses, te retienen subvenciones, te excluyen de concursos y te hostigan hasta que terminas sudando sangre. Cuando ocurre al revés no tienes ninguna defensa: te pagan cuando les dé la gana. Como los señores feudales con sus vasallos, las obligaciones son de un solo sentido.

Estamos adentrándonos en una perfecta tormenta de pobreza. Crisis del consumo, cero turístico, pandemia resistente a la extinción, pérdida de puestos de trabajo, desesperación creciente... Algunos, en este anochecer, estamos viviendo la experiencia de mirar a los rostros que se esconden tras los números y las estadísticas. El de Diego, que perdió su trabajo, que no puede pagar el alquiler, sobrevive con la ayuda de una ONG y ha convertido su vida en un peregrinar de mostrador en mostrador buscando algún subsidio. El de Carla, madre soltera, que sobrevive con 270 euros mensuales. El de Olga, que sostiene a toda su familia con una pensión no contributiva de la que cuelgan sus dos hijos mayores que perdieron su empleo. El de tantas personas, que entrevistas con un nudo en la garganta, escuchándoles hablar ahogados por la pena.

Los periodistas nos movemos en el mundo de la política, los planes de reactivación, las líneas y los ejes presupuestarios y la madre que los parió a todos. Pero me estoy adentrando ahora en un terreno peligroso. Cada día me pregunto cuántas familias y cuántos meses podrían vivir con las dietas de una sesión parlamentaria. Cada vez que se habla de los emigrantes irregulares cuestiono si soy xenófobo por pensar que las ayudas que llegan puntualmente y sin retrasos para su manutención y cuidado en un hotel no llegan igual de puntuales para esa pobre gente vencida que está esperando que los echen del piso de alquiler que no pueden pagar desde hace meses. Y si me compro una chaqueta, no dejo de pensar en que con ese dinero se pueden hacer varias compras de alimentos. Pensamientos tóxicos, que te pueden arruinar el día.

La vida sigue para quienes disfrutamos la suerte de tener un trabajo. Pero a nuestro lado, en las cunetas donde no llega la luz, se están quedando cientos, miles de personas, que ayer mismo tenían lo mismo que nosotros —un empleo, unos ingresos, una vida— pero que ya solo tienen angustia y miedo. La única manera que tenemos de escapar de esta trampa de miseria es que la economía funcione, que las empresas florezcan, que haya otra vez necesidad de mano de obra. Y eso volverá a pasar, porque las crisis no son eternas. Pero en lo que eso ocurre, ¿qué va a pasar con todas esas personas desesperadas que llaman a la puerta de las administraciones públicas sin que nadie les abra?

No son los poetas los que podrían escribir, en estas noches oscuras, los versos más tristes. Son los padres que no pueden hacer regalos a sus hijos, los abuelos que ven cómo sus nietos no pueden empezar una nueva vida en un desierto laboral, las familias que se avergüenzan porque tienen que acudir a un comedor social porque han perdido todo; hasta la esperanza. Y todo esto está pasando aquí, a nuestro lado. Todos los días. Y nadie hace nada.