Ahora Madrid sigue siendo una ciudad aterida; aparte de la torpe polémica política sobre la densidad del temporal y de sus responsables, la desgracia vestida de blanco es un juego para niños y un tormento para los mayores. A los niños les da lo mismo caerse en la calle, pero a los que ya tienen el miedo que da la edad que hay en su último Documento Nacional de Identidad esa eventualidad es una amenaza que estos días se vive con terror en la mayor parte de las ciudades o pueblos de España.

En Canarias ese martirio de la nieve está concentrado en muy pocos lugares, de modo que desde el archipiélago se ven las noticias de los telediarios como si todo eso pasara en Minessota. A los picos de Gran Canaria o al Teide se va a ver la nieve de excursión y adrede porque, como en las ciudades o pueblos peninsulares, el espectáculo es bellísimo, pero en el Teide, por ejemplo, esa concentración de hielo depara poco peligro y es tan solo belleza (y frío: la felicidad del frío, cuando te puedes abrigar) lo que ofrece.

En Madrid, por ejemplo, la intensidad del frío pone de manifiesto algunos aspectos de la vida que ya no tienen vuelta de hoja. Por ejemplo, las evidencias de la edad. Cuando eres joven y quizá atlético, la edad que va pasando es un accidente que se supera con energía o entusiasmo. Pero cuando ya superas cierto tiempo de vida empiezan a surgir impedimentos: para salir a la calle ligero de ropa, para caminar sin miedo sobre superficies resbaladizas, para afrontar los inviernos como si fueras un abominable hombre de las nieves. Bajo cero la edad es una amenaza cierta, y solo puedes ver la nieve, o pasear por ella, desde la imaginación que permiten los ventanales.

En ese ambiente he tenido que renovar el Documento Nacional de Identidad. En ese trozo de plástico está la verdad de la vida, menos el límite que esta tendrá inevitablemente. El nombre propio, la nacionalidad, la fecha de nacimiento, el domicilio, es decir, la casa en la que vives, el lugar en el que naciste, los nombres de tus padres… Ah, y también hay una fotografía, que en este caso tuve que hacerme la misma mañana del día en que tuve que llevar a cabo el dichoso trámite. Las calles, obviamente, estaban llenas de nieve aún, paralizada ya, hecha vidrio blanco y peligroso, hielo hecho asfalto. Me senté donde me dijo el fotógrafo, en su sótano adecuado para el menester, le pareció al retratista apropiado que sonriera, y ensayé una especie de circunspecta recreación de lo que yo creía era la timidez del risueño, y en seguida produje esas cuatro fotografías repetidas que luego tendría que presentar en la oficina de la Comisaría de Policía en la que una máquina adiestrada para decirte, con su voz metálica, la hora e incluso el minuto en que debías estar, por ejemplo, en el Camino de las Huertas número 36. Luego el policía encargado del caso solo necesitó uno de esos retratos.

Ahora no sé para qué trámite debo guardar las fotos que me sobraron. Porque ese DNI que me entregó el funcionario uniformado es ya el último que se me expide en la vida. Ahora no tengo ni memoria ni ganas de recordar, haciendo cuentas, cuántos carnets de identidad he tenido desde que soy adolescente y me dieron el primero en una comisaría de Santa Cruz de Tenerife. Eran tiempos mucho más rudimentarios, lógicamente, los trámites se hacían bajo sospecha durante los primeros años de mi vida, pues las comisarías eran ruidosos espacios en los que sonaban las pistolas y los tampones a la vez, los policías no tenían tiempo para bromas, mientras que ahora el policía que me atendió (y los que atendían a otros, pues en esos sitios se oye todo) me fue contando cada una de las dificultades que le iban surgiendo mientras me iba preparando para que apretara el dedo índice con la eficacia adecuada.

De las cosas que han cambiado más en este país, aparte de la democracia propiamente dicha, es el descubrimiento de que los policías también son personas con voz (y voto, por cierto) capaces de equivocarse y rectificar, y de parecer seres humanos falibles y no como aquellos ceñudos uniformados incapaces de rectificar, para parecerse así a sus superiores, que se consideraban a sí mismos infalibles maleducados. Eso ya no existe, y este policía que me tocó terminó riéndose conmigo a raíz de un hecho que tiene su propio número para que yo mismo sepa que ya no dispondré de otra oportunidad para renovar el carnet de identidad. Como se dice en Cien años de soledad, ya este número que aún exhibo no tendrá otra oportunidad sobre la tierra.

Al joven agente le tocó explicarme lo que ya me habían contado algunos amigos. Llegada una edad fronteriza, el DNI ya tiene una caducidad surrealista, pues nadie llegará, ni siquiera el mundo, quizá, a tener la edad que ahora ponen en el documento como fecha en que concluye la vigencia del documento que acaban de expedirme, donde todo caduca para mí en el imposible uno de enero de 9999. Es la edad del abismo, la incógnita mayor de la vida, la de tu despedida final, despejada con números repetidos, que empiezan por 9 y acaban con el mismo guarismo. La validez de la vida, que caduca en 9999, cifrada en un número concreto pero imposible, se incluye en el carnet de identidad como una sucesión surrealista de guarismos, que le infunde terror y risa al último documento de identidad de tu vida.

Ojalá me acerque a ese número lo más posible, aunque sé de cierto que les dé la noticia algún día de que se cumple esa o cualquier fecha. Pues el destino es lo único que no puede constar en este documento de evidencias. Sobre las malditas huellas de la nieve me fui con el trozo de plástico como quien se guarda en la cartera el imposible autorretrato del futuro.