El Instituto Nacional de Estadística anunció ayer una cifra para hacernos pensar: un exceso de más de 80.000 muertes entre el 15 de marzo, cuando se comenzaron a contar los fallecidos de la primera ola del coronavirus, y el pasado 27 de diciembre, en relación al mismo período del año anterior. En términos prácticos lo que eso significa es que las estadísticas del Gobierno sobre el número de muertos por Covid podrían haber dejado sin contabilizar hasta a 30.000 personas, tres por cada cinco efectivamente contadas. Es significativo también que la semana con mayor número de fallecidos sin atribuir a la pandemia sea la del 30 de marzo al 5 de abril, que registró el apunte más elevado de todo el año, con cerca de 21.000 fallecimientos, frente a los 8.800 del año anterior, un 135 por ciento más. Ocurrió justo quince días después de comenzar el confinamiento, y la mayoría de todos esos fallecidos son personas de 70 o más años.

No se trata de atribuir al Gobierno de la nación la voluntad de ocultar el alcance de la pandemia y su extraordinaria mortalidad, sino de reflejar la existencia de un enorme descontrol –quizá de relajación– en la identificación de las causas de mortalidad durante el primer año de esta pandemia, que ha lastrado de forma considerable la credibilidad de esos datos. Con la llegada de esta tercera ola de ahora, que se espera al menos tan dura como la más dura de las anteriores, las cifras reales podrían llegar incluso a superar los ciento veinte mil muertos en España, un panorama completamente desolador.

Lo sorprendente es que –sean los muertos reales por la enfermedad 50.000 o sean 80.000– aquí nadie ha asumido ninguna responsabilidad moral por lo ocurrido. Ninguno de los 18 gobiernos españoles ha aceptado tener alguna parte de culpa en la frívola gestión primera ante los indicios de lo que ocurría en Italia, mientras aquí se celebraban conciertos, partidos de fútbol y manifestaciones multitudinarias. Nadie de entre los responsables de las primeras, fraudulentas y fracasadas compras de EPI, ha admitido sus errores. Quien desaconsejó por inútil y excesivo el uso de mascarillas sigue sin decir que se equivocó. Ninguno de los gestores que organizaron la suicida respuesta del sistema sanitario que convirtió a España en el país con más enfermeras y médicos fallecidos ha dicho ni pío; es más, alguno se considera tan satisfecho por la forma en que se gestionó la respuesta a la primera oleada en los hospitales y la saturación de las UCIs, que ha elegido presentarse a unas elecciones para rentabilizar todo lo que ha salido en la tele. Más: decenas de miles de viejos murieron abandonados en asilos y residencias, y tampoco el ministro responsable ha pedido perdón por permitir que eso ocurriera. Y lo que vale para el Gobierno de España vale también para los de las autonomías. Aquí nadie se ha equivocado.

Probablemente sea injusto decir que en este país se ha hecho peor que en Italia, Reino Unido o Francia. La gravedad de la enfermedad desbordó la capacidad de reaccionar de todo el mundo en casi todas partes, y cualquiera que hubiera estado al frente quizá tampoco lo habría hecho mejor. No se trata de exigir responsabilidades. Pero a estas alturas, cuando estamos solo a medio camino de salir de esta, no vendría mal que alguien pidiera disculpas por todo esto, por los errores, por las víctimas, por la desolación. Pero lo que hacen es seguir diciéndonos a todas horas lo bien que lo afrontaron todo, qué magníficos gestores fueron, la suerte que tuvimos de tenerlos al frente en los momentos difíciles.