La niña no defraudó

¿Cuándo se deja de ver lo que se tiene delante? Hay un cuento de Edgar Allan Poe, La carta robada (sobre la que Lacan, por cierto, hizo un seminario), en el que se ejemplifica la dificultad de hallar lo que se encuentra en su sitio (en un escritorio, en el caso de la famosa carta). Donde más papeles pierdo yo es en mi propia mesa de trabajo, que apenas tiene un metro cuadrado. Y no es que se pierdan, es que no los veo. Lo mismo que ocurre con los objetos ocurre con las personas. Hay quien lleva años sin “ver” a su cónyuge, a cuyo lado se acuesta. Estuve hace poco en el funeral de la esposa de un conocido que se arrepentía de no haber reparado en la importancia que esa mujer había tenido en su vida. Observaba su cuerpo como si acabara de descubrirla. Sólo fue capaz de reparar en ella cuando se le reveló dentro del ataúd: fuera, pues, de sus lugares de siempre.

Suelo decir en los talleres de escritura que no vemos los semáforos, esas notables esculturas callejeras, porque los tenemos delante. Si un día colocaran uno en nuestro dormitorio, esa noche, al entrar en él, nos quedaríamos asombrados por la pertinencia de sus formas y por la precisión de sus colores y por el ritmo de sus apagados y encendidos.

-Salid a la calle -digo a los alumnos-, deteneos ante el primer semáforo y tratad luego de describirlo.

Puedo asegurar que se trata de uno de los ejercicios de estilo más productivos que quepa imaginar.

Donald Trump llevaba cuatro años a la vista de todos. Estaba tan presente que los ciudadanos dejaron de verlo. Entiéndase lo que digo: lo veían a la manera de un bulto, como vemos nosotros los semáforos con los que nos cruzamos al cabo del día. Pero perdieron de vista sus detalles, su capacidad destructiva, su maldad intrínseca. Tuvo que asaltar u ordenar asaltar el Congreso (el semáforo en el dormitorio) para que hasta los suyos se horrorizaran del monstruo al que habían alimentado sin querer. ¿Cuándo dejamos de ver lo que tenemos ante nuestras narices? No sabría decirlo, pero esta ceguera afecta tanto para lo bueno como para lo malo. Hay personas que no ven a sus hijos hasta que se van de casa e hijos que no ven a sus padres hasta que fallecen.

El año que terminó le dio el golpe más duro de su vida. Su único hijo, alrededor de 40 años, amante del deporte, sufrió un accidente que le costó la vida. La mujer, viuda, estaba desolada y sus hijas hacían lo imposible para que quisiera vivir. No era fácil. Aquel día cerró por dentro la puerta de su vida. Se limitó a respirar cuando el cuerpo lo demandaba. Las mujeres de la casa, sus hijas, se han volcado en cuidados; en llamadas, en visitas a una madre que tenía el corazón hecho jirones; conversaciones deshilvanadas, inconexas. En casa había una preocupación lógica, esperaban un milagro que la ayudara a vivir.

La abuela lo es de dos nietas que ha criado pero ya no precisan tantos cuidados, se hacen mayores; no hay que estar pendiente de ellos, lo que no quiere decir que cuando llegan a casa haya fiesta, su reinado no corre peligro. Ni hablar. Pero faltaba un revulsivo en la vida de la mujer. Como ya hemos dicho aquí y fuera de aquí la vida escribe renglones torcidos aunque a veces le salen perfectos.

El accidente que le costó la vida a su hijo coincidió con una pirueta del destino. Una de las hijas que tanto había batallado para ser madre escribió correctamente la dirección de la cigüeña. Buscó un campanario cercano y entre las mantas dejó una carta a la niña que le ha devuelto a la abuela la alegría de vivir. Cuenta la familia que la espera con una sonrisa de oreja a oreja.

La guinda del pastel es que esa nietita es muy zalamera. No hay más que ver imágenes de sus gracias para entender cómo se ha hecho un hueco especial alrededor de la abuela a la que le ha robado el corazón. Tiene cara risueña. Verla luciendo una diadema rosada con lazo de igual color y ojos risueños lo explica todo.