Que le den a 2020. Lo dicen hasta en la tele. Que le den a este año maldito. Por fin se acabó este funesto año que sonaba tan bien, veinte veinte. La verdad es que suena bastante mejor que veinte veintiuno, pero por más que el año que ahora comienza tenga menos musicalidad, le damos la bienvenida siquiera sea porque su nacimiento trae consigo la muerte del año de la pandemia, el año del coronavirus, el año del COVID. 2020 ha sido un mal año, qué duda cabe; nos ha dejado 50.000 muertos, en términos oficiales, por culpa de esta enfermedad que nos tiene atenazados. 50.000, digo, que fueron diagnosticados, que dieron positivo con alguna prueba, pero si contamos a todos los que murieron con síntomas compatibles, suman unos cuantos miles más. Llegan hasta 70.000 los fallecimientos de más con respecto al año anterior, lo que invita a suponer que detrás de ese exceso se halle el COVID, queramos contabilizarlos o no.

Lo peor de 2020 ha sido ese exceso de mortalidad, pero no es el único drama. Los meses de confinamiento sirvieron para doblegar la curva, pero también dejaron secuelas, algunas irreversibles, a parte de la población. Además trajeron la tan evidente como funesta paralización de la economía y las trágicas consecuencias sociales que de ello se derivaron: los ERTE, el paro, la incertidumbre, las terribles colas del hambre… Para colmo, el confinamiento no sirvió para evitar la segunda ola que, en algunas comunidades autónomas, ha costado más vidas que la primera. Y sin embargo, dicen que un nuevo confinamiento es impensable. ¿Por qué en marzo se consideró la única forma de doblegar la curva y ahora, con más muertos, nadie quiere hablar de volver a encerrarnos en nuestras casas? ¿Será que, ahora sí, se le está dando prioridad a la economía por encima de la salud y nadie en el Gobierno (ni en la oposición) se atreve a decirlo?

La búsqueda del equilibrio entre salud y economía es sin duda una tarea compleja, pero deberíamos tener claro que el precio por minimizar los contagios y por ende las hospitalizaciones, los ingresos en las UCI y, finalmente, las muertes, debemos pagarlo entre todos. Y es que, seamos francos, no se le puede pedir a nadie que para contribuir a luchar contra la pandemia su aportación sea tal que termine yendo a comer junto a su familia a los comedores de Cáritas o a recibir una compra en los bancos de alimentos. Y eso es lo que termina ocurriendo cuando la actividad económica se para: no se trata de contraponer economía a salud sino de comprender que si bien es cierto que sin salud no hay economía posible, tampoco sin economía es posible la salud. Y que, en cualquier caso, los sacrificios nos corresponden a todos y la factura debemos pagarla entre todos, aportando más quien más tiene. No sabemos si 2021, que ha empezado mal, será el año del fin de la pandemia, ojalá, pero al menos debiera ser el año de la solidaridad, del reparto justo de esfuerzos, sacrificios y facturas.