Cuando don Damián Iguacen Borau fue designado obispo de San Cristóbal de La Laguna el 14 de agosto de 1984 habían transcurrido apenas seis meses de su elección por el pleno de la Conferencia Episcopal Española para presidir la Comisión de Patrimonio Cultural de la Iglesia católica. Se empezaba a debatir por entonces en las Cortes el proyecto de ley de Patrimonio Histórico y la Iglesia española quería y necesitaba ser interlocutora válida en un foro de tanta trascendencia, que le afectaba de manera directa; un menester para el que era fundamental un prelado prudente, de talante conciliador, capacidad de diálogo y sólida preparación artística y cultural. Y don Damián había demostrado ya con creces que reunía esas y más cualidades.

En 1984, la Real Academia Canaria de Bellas Artes se afanaba aún en su recuperación, tras la larga etapa de ostracismo a que se vio arrumbada, como la mayoría de las de su clase, durante la dictadura; retomaba, en la nueva situación política del país, el programa de renovación emprendido en 1972, no sin riesgos, por el entonces presidente de la corporación académica don Pedro Suárez Hernández.

Uno de los primeros pasos decisivos, después del fallecimiento del presidente Suárez en diciembre de 1982, fue la elección de sucesor. Frente a apetencias veladas del sector veterano se impuso la propuesta a favor del académico y pintor Pedro González, antiacademicista confeso pero con bien cimentada formación académica, que era referente para los artistas plásticos jóvenes que se abrían paso en las Islas a contracorriente de los defensores del realismo tradicional y opuestos a toda incursión en otros incitantes espacios de creación artística. Poner ahí una pica era fundamental para la supervivencia de la Academia. El Ministerio de Educación, del que dependían aún estas corporaciones, refrendó el nombramiento en 1983. Con ese respaldo iniciamos en solitario una tarea trabajosa, lenta y marcada por bastantes indiferencias.

Días después de haberse incorporado monseñor Iguacen a la diócesis, el presidente González y este periodista, entonces secretario perpetuo de la corporación académica, lo visitamos, con la esperanza de que, como presidente de la mencionada Comisión episcopal, aceptara pronunciar la lección de apertura del curso académico 1984-1985. Aquel encuentro nos deparó impresiones muy gratas: la primera, su sencillez, pues ni siquiera llevaba cruz pectoral y nada de hopalandas y muarés, como su antecesor; también, el interés con que nos escuchó y asumió nuestra situación; la fluidez de la conversación, cercano y dialogante; y su conocimiento, no ya del patrimonio eclesiástico español, sino también del de la diócesis a la que acababa de llegar.

De su lección magistral Momento actual del patrimonio cultural de la Iglesia, en la sesión inaugural del veinticuatro de octubre inmediato (no llevaba todavía un mes entre nosotros), celebrada bajo la presidencia del titular del Gobierno de Canarias don Jerónimo Saavedra Acevedo, se hicieron amplio eco los medios informativos. Entre otros, estos fueron tres de los aspectos en los que monseñor Iguacen puso especial énfasis:

– Evolución del concepto de privacidad y dominio del patrimonio de la Iglesia al de bienes culturales del pueblo de Dios, que los ha depositado en ella a lo largo del tiempo con la responsabilidad de conservarlos, darles funcionalidad, asegurarlos y ponerlos al alcance de la investigación y a ser contemplados, lo que impone vías de entendimiento y cooperación con las administraciones públicas.

– Doble función, religiosa y cultural, de ese patrimonio –más del 75 por ciento del acervo español–; un carácter singular que requiere un tratamiento también singular para que cumpla sus fines primordiales.

– Peculiaridad del patrimonio eclesiástico de la diócesis nivariense (platerías, arquitectura) necesitado de un plan de recuperación y de salvaguarda.

Don Damián no tardó en poner manos a la obra en este último apartado. Emprendió con su habitual discreción acciones muy eficaces. Recordemos el ambicioso programa de recuperación de los órganos históricos, abandonados la mayoría y en peligro de desaparecer, cuya dirección confió a la musicóloga y experta organóloga, ya académica, Rosario Álvarez Martínez. El Cabildo de Tenerife comprendió la trascendencia del proyecto y lo apoyó; una feliz iniciativa que, bajo los auspicios de los respectivos cabildos, se ha extendido finalmente a todo el archipiélago. Esenciales fueron asimismo los primeros pasos para la preservación de los archivos eclesiásticos. En 1985 firmó el decreto episcopal sobre su conservación y concentración que conduciría a la microfilmación (hasta 1993) y digitalización (hasta 2004) de los libros sacramentales, en el pontificado de monseñor Felipe Fernández, que culminó con la apertura en 2004 del Archivo Histórico Diocesano. Añadamos su impulso a las no siempre parejas restauraciones de bienes artísticos.

Reposa ya para siempre monseñor Iguacen Borau lejos de la última de las diócesis que pastoreó pero con la que mantuvo estrecha compenetración personal y eclesial hasta el final de su larga existencia. Recordarlo es recordar la significación que tuvo entonces, como principio de una fecunda relación de afectos compartidos, la que fue su primera y una de las contadas intervenciones personales –el discurso en la Real Academia Canaria de Bellas Artes– que protagonizó públicamente en el ámbito civil durante los siete años que permaneció entre nosotros.