Que un bobby gibraltareño repita con el acento de Camarón que nozotro zemo ingleze da una idea de la broma pesada que llevamos generaciones soportando en el extremo sur de la península. Este eterno anacronismo, objeto de tres resoluciones de la Asamblea General de la ONU y de atención especial por su comité de descolonización, revela nuestra fragilidad en política exterior, incapaz en siglos de recuperar apenas siete kilómetros de integridad territorial en manos foráneas.

Ni el Brexit ha conseguido quitarnos esa china del zapato. En lugar de mantener el final de este sainete entre las condiciones exigidas por Bruselas, como en su día anunció el gobierno a bombo y platillo amenazando incluso con el veto, pronto se eliminarán las trabas a la circulación por la Roca y la frontera quedará circunscrita a su puerto y aeropuerto, áreas por cierto usurpadas en su día por las autoridades británicas.

Al no entusiasmar demasiado estas rancias cuestiones de soberanía a los que mandan, se produzcan donde se produzcan, Gibraltar será a partir de ahora territorio de un país extracomunitario considerado casi como suelo comunitario, en este caso español. Hemos desaprovechado, desde luego, una magnífica oportunidad para acabar con esta humillante reliquia reconvertida en auténtica sentina del mediterráneo. La cosoberanía, una razonable opción planteada durante décadas por cancillerías españolas de distinto signo, ha quedado relegada ante un acuerdo del que inexplicablemente ningún texto ha trascendido, pero que apunta a la continuidad del señorío de su graciosa majestad sobre un paraíso fiscal que es además uno de los principales focos del contrabando mundial y de poco edificantes actividades por el estilo.

Sin necesidad de conocer los detalles, lo que ya sabemos es que tampoco de esta conseguiremos recobrar la titularidad sobre el enclave. Y que se va a perpetuar esa pintoresca situación de espaldas a la legalidad más elemental, premiándola con la ausencia de controles, lo que podría acarrear un efecto expansivo y perverso en las localidades adyacentes, como se habrá de comprobar.

Se aduce también que las comarcas gaditanas serán las grandes favorecidas, obviando que aquí hablamos de un grave asunto de Estado, no regional. Con todo, en vez de potenciarlas para convertirlas en un próspero motor de la zona y desplazar al Peñón, se las deja como mero soporte de ese patio de Monipodio, para que pueda seguir engrasando su turbio funcionamiento cotidiano. Con ello, renunciamos a que esa crucial mano de obra no tenga que cruzar la verja, para devaluar la importancia económica de esta anomalía y contribuir a su progresivo declive.

Europa ni puede ni debe compartir espacio con quienes desafían sus reglas. Solo podría hacerlo si Gibraltar se sometiera a ellas, algo impensable al fundamentar su realidad en irregularidades toleradas por su metrópoli, con la condescendencia de los demás. Que esta antediluviana colonia pueda disfrutar de los beneficios comunitarios sin asumir sus obligaciones ni variar un ápice su dinámica vinculada al fraude es de aurora boreal, por más que se nos venda como un meritorio logro diplomático que afianza las libertades de tránsito y la cohesión social de la bahía de Algeciras. Si eso se hace sorteando los principios básicos del derecho internacional o europeo, resulta patente su ilegalidad.

Las dos únicas veces que cedimos superficie a Gibraltar por generosos motivos humanitarios -para que superaran sendas epidemias de fiebre amarilla-, se quedaron luego con esos metros. Al eliminarse los límites fronterizos, el tiempo dirá adónde llegarán en esta ocasión tierra adentro, quién sabe si a las inmediaciones del Palacio de Santa Cruz, sede madrileña del Ministerio de Asuntos Exteriores. O cerca del Palacio de la Moncloa, que está algo más al norte. Estemos bien atentos.