La criminal estupidez de Trump ha servido para que la izquierda patria – e incluso ciertos dizque liberales – disfruten mucho indignándose y apelando a la democracia como a la madre que les dio el ser y el saber. Es gente muy curiosa. Son todos demócratas pero raramente puedes reconocer en ellos una moral cívica democrática. No quieren aceptar que el trumpismo está en el aire, como el coronavirus, y gritan fascismo, fascismo, porque cualquier falta de rigor conceptual queda disculpada por una indignación correcta, pertinente, irreprochable. Lo malo es que un mal diagnóstico suele conducir a un pésimo tratamiento. El diagnóstico necesario debe centrarse en el estado de salud de la democracia como ideal ciudadano, en unas instituciones públicas deficientes para asegurar cuotas de bienestar y seguridad, en los propios límites de la democracia participativa, al que se le quieren atribuir milagros que es incapaz de realizar.

Antes de refocilarse en la condena moral a Trump convendría echar un vistazo al muladar ligeramente repugnante de nuestra propia democracia. No creo que un solo militante del PP admitiera que Podemos es un partido democrático. Descreo que ningún militante de Podemos confíe en el compromiso democrático del Partido Popular. Para los independentistas catalanes y vascos apenas existe rastro de democracia en España, ideal colectivo contrario en sí mismo a cualquier ideal democrático, los llamados constitucionalistas sostienen que Oriol Junqueras es tan demócrata como Idia Amin. Cuando en un país las principales fuerzas políticas ni siquiera se reconocen mutuamente como organizaciones identificadas e identificables con un mínimo código democrático quizás no haya que presumir tanto de la sensibilidad democrática propia para condenar las quiebras democráticas ajenas.

La democracia representativa está en crisis desde hace casi medio siglo, precisamente cuando terminaron los años de crecimiento económico ininterrumpido y la creación de estados de bienestar después de la II Guerra Mundial. Antes de acabar el siglo pasado ya Habermas, Bobbio o Laclau hablaban de crisis de legitimación del capitalismo maduro. “La crisis”, escribió Habermas con su característico formalismo, “surge cuando la estructura política admite menos posibilidades de resolver problemas que las requeridas para su conservación”. ¿Cómo es posible resolver una repentina alza de los precios de la energía eléctrica, sufrida con más intensidad por los más pobres, en lo más crudo de una excepcional tormenta de nieve? Ah, no se puede. ¿Cómo disminuir en Canarias el desempleo por debajo del 10% de la población activa? Ah, es imposible. ¿No hay manera de doblegar a las grandes plataformas digitales y sacudirnos su peligrosísimo oligopolio y su infinita expansión empresarial sobre la base de convertirnos en sus productos? No, no, no, la democracia representativa y liberal no puede conseguirlo.

El fomento del descrédito de la realidad, la mentira como producción en cadena, la exaltación de las emociones como alimento básico de la acción política, el desprecio a los medios de comunicación que no sean de la cuadrilla, la polarización y el enfrentamiento social e ideológico son rasgos característicos del trumpismo. Y de la izquierda y la derecha europea en el amanecer de este turbio y maloliente 2021.