Ni el año viejo hemos podido despedir sin ahorrarnos la enésima porfía ridícula, construida esta vez sobre unos adornos florales, la bandera de España o los rótulos de Cachitos. No pasa un día sin que alguien nos reclame indignarnos por algún escándalo, encabronarnos ante alguna conducta intolerable o vilipendiar a otro por su condición de cómplice, secuaz, bellaco o traidor. La política en España es un drama de Calderón de la Barca, representado sin interrupción las 24 horas de los 365 días del año.

Ninguna sociedad puede resistir mucho tiempo semejante sesión continua de melodrama. Indignarse resulta agotador, hacerlo todos los días resulta insostenible. La experiencia comparada nos enseña que, antes o después, unos ciudadanos emocionalmente exhaustos y sentimentalmente agotados entregan su confianza mayoritariamente al primero que ofrezca un poco de paz.

Acaba de suceder en las presidenciales de EEUU, habitual marcador de las tendencias que dominarán la temporada en la política occidental. Joe Biden era el mensaje. Su oferta consistía en volver a practicar los viejos usos que han hecho funcionar el sistema: acordar que se puede disentir y un poco de contención institucional. Donald Trump apeló a la furia de los suyos. Biden llamó a la razón de los votantes hartos de tanta furia. Funcionó lo suficiente para convertirse en el presidente más votado de la historia, igual que Trump figurará como el candidato perdedor más votado. El año nuevo despejará si se confirma este cambio de tercio y vuelven a ganar elecciones las apelaciones a la racionalidad de los votantes; no a su bilis, su ira o su rabia.

Durante los últimos 12 meses, casi uno de cada dos españoles preguntado por el CIS ha señalado a la política y los políticos como principal problema del país; un liderazgo indiscutible solo arrebatado de manera temporal por la pandemia. Que un dato tan terrorífico no despierte más preocupación entre los afectados tiene una explicación; aparte de la vergüenza por fracasar de manera tan indiscutible. Todos creen que el descrédito carcome a los demás y corroe a los votantes de los otros. Una percepción que solo se explica desde la fe. Los datos resultan demoledores sin excepción: incluso entre sus propios electores, ningún líder logra superar un mediocre aprobado alto. Una evidencia que ayuda a entender por qué, pese a haber vivido el año más raro de nuestras vidas, el tablero electoral cambia tan poco encuesta tras encuesta. Todos sobreviven como las víctimas de un naufragio, amarrados a la tabla de salvación de unas bases electorales que se van deshaciendo lentamente, esperando a que el destino o la suerte les rescaten.

Más allá del cálculo electoral, siempre volátil y pasajero, lo que más debiera preocuparnos de este carrusel interminable de polarización y denigración de la política reside en el factor acelerante que aporta a aquello que el politólogo Juan Linz llamó la “quiebra de la democracia”. La desconfianza hacia la política y los políticos acelera el deterioro institucional de cualquier sistema democrático hasta generar la percepción colectiva de que el problema reside en la propia democracia, manipulada, degradada o violentada por los políticos; la solución entonces solo puede pasar por que alguien ponga orden y la devuelva al pueblo en toda su pureza.

En su conocida obra Cómo mueren las democracias (Ariel, 2018), los politólogos Steven Levitski y Daniel Ziblatt identifican cuatro indicadores claves para medir el avance de los comportamientos autoritarios en una democracia. Basta enumerarlos para sentir un escalofrío de preocupación mientras uno lee el periódico cualquier día: rechazo o débil aceptación de las reglas del juego democrático, negación recurrente de la legitimidad del adversario, fomento o no condena de la violencia física o dialéctica y propuesta sistemática de restringir o perseguir a oponentes y críticos. Solo quien no quiera verlo puede negar que la política española puntúa hoy más que ayer en cualquiera de esos indicadores, pero seguramente menos de lo que anotará mañana. Esperemos que en 2021 alguien se anime a probar a apelar a la racionalidad de unos votantes exhaustos tras tanto drama, dejando de convertir en un problema la democracia y sus reglas, reconociendo al adversario, abandonando la retórica paranoide y celebrando la crítica como una oportunidad para mejorar. No es ingenuidad. Es lo que la historia demuestra que funciona.