Ustedes no tienen por qué saberlo, pero antes de que Rosalía fuera sinónimo de estrella mundial, era nombre de vecina exótica llegada del Caribe.

No soy capaz de recordar cómo derivó la conversación a ese punto, pero Rosalía estimó conveniente comentarme un día, en el rellano, que los Magos de Oriente no eran tres, sino, como mucho, dos. En mi caso, Mary y Adolfo.

Cuatro años tenía y ya me había caído de mi primer guindo de golpe y sin anestesia. No quedaba más que disimular unos minutos la tristeza, arrastrar mis pasos escaleras arriba y sentarme frente a mi casa a digerir la amarga revelación.

Por darle una oportunidad a la niñez, anduve un tiempo no queriendo creer lo que mi nueva vecina me había descubierto. Pero al llegar el cinco de enero siguiente me mantuve despierta como pude y, a eso de la medianoche, cuando empecé a escuchar lo que parecía crujido de papel, fui reptando por la galería hasta que, oculta tras los cortinones rojos que había al final del pasillo, como si presenciara una función clandestina, descubrí a mi padre colocando una pila de libros y, sentada sobre ellos, muy artísticamente, dominando el espacio, una Barbie.

Que él podía ser un farsante, sí. Que me había engañado vilmente, también. Pero a creativo no le ganaba nadie.

Cinco años estuve callada y haciéndome la niñita crédula hasta que no pude más. De modo que escogí un escenario y un momento dignos de tal acontecimiento y, en la azotea de mi abuela, el mismo verano que cumplía los nueve, se lo conté a mi prima, que tenía exactamente mi edad y la mitad de mi capacidad para guardar secretos, lo que devino en inmediato chivatazo a su madre quien, con razón, me soltó la bronca del siglo y un pescozón por lista y lengüilarga.

Cada día de Reyes de ese lustro, a pesar de que yo sabía que Rosalía no se había inventado nada, jugué, como dice la canción de Silvio, a que me regalaba un seis de enero y abría los paquetes con la misma alegría y emoción que si esos bultos de colores hubieran cruzado tres o cuatro desiertos antes de llegar a la sala de mi casa, en lugar de haber salido del almacén de la Casa Portuguesa.

Cada una de esas mañanas me hice la inocente ante mi familia y ante mí misma porque necesitaba, desesperadamente, creer que mis libros, mis cintas, mis juguetes, mis cuadernos, mis gomas perfumadas habían viajado en camello (en dromedario, me explicó un día mi padre) hasta la misma puerta de mi edificio.

Donde podían haber reinado la decepción y la indiferencia brillaban sonrisas y nervios sinceros, que yo me las compongo muy bien, cuando quiero, para las cosas de la felicidad.

Todo esto no lo cuento únicamente para entretenerles la mañana del sábado. Lo confieso, sobre todo, para que entiendan por qué, a pesar de las catástrofes que han venido y están por llegar, sigo siendo inmune a esa gente que va por ahí afeándonos la esperanza a quienes necesitamos tener una luz. A quienes nos cuidamos y cuidamos a los demás, y somos conscientes de lo que sucede, pero, del mismo modo, tenemos que inventarnos la vida y vislumbrar un horizonte donde esta sea posible.

Recuerden: cinco años de los de entonces, con sus inviernos y sus veranos eternos, con sus primaveras y sus otoños infinitos estuve haciéndome la ilusión de que no sabía lo que sabía.

Así que no veo por qué las fuerzas del mal y los exégetas del Apocalipsis van a quitarme a mí de la cabeza, con sus asaltos, sus admoniciones y sus obviedades, la peregrina idea de que este año voy a recuperar lo que he perdido.