La instalación del pensamiento xenófobo, intolerante, machista y reaccionario en las instituciones públicas –al fin y al cabo se trata de elementos que forman parte del mismo paquete– constituye la vía más eficiente para deteriorar el funcionamiento de los sistemas democráticos e impedir su desarrollo. Trump representa todo eso, y ya no debería quedar duda alguna de que tiene su público. También de que cuenta con la colaboración de quienes confían en la simplicidad de un programa universal, basado en lo sencilla que es su aplicación, en cada caso, envolviéndolo en banderas, adornándolo con las imágenes de dioses y santos, entonando himnos guerreros, elogiando el supremacismo, reforzando la sublimación al poder del patriarca machote y fomentando la exaltación del espíritu tribal, el que permitió la división del universo en fronteras, elevó el valor del capital hasta la cúpula del mundo visible y estableció las clases como garantía de supervivencia. Los seguidores de Donald Trump y sus millones de votantes, cuyo ideario no precisa de lectura ni de análisis, tienen el mismo perfil que tenían los que siguieron a los profetas del nacionalsocialismo y provocaron la última gran guerra, los que aún encuentran inspiración en los fundadores de Falange Española, la inmensa masa de franquistas incrustados también en las instituciones españolas, o los usurpadores del mundo espiritual –lo más personal e íntimo que posee el ser humano– que visten túnicas y ocupan las iglesias. No existen diferencias esenciales entre Trump, Bolsonaro o Abascal, como tampoco las hay respecto a buena parte de los votantes de las organizaciones políticas que deberían defender las ideas de la derecha democrática, pero miran con envidia y lujuria a su diestra, votan con quienes han establecido allí sus campamentos y se aprovechan de su presencia para mantener de guardia a la reacción, lista para echarse al monte a la menor ocasión en que las condiciones lo permitan. Más allá de la simpleza brutal y despreciable del fascismo de salón y hombreras que ocupa puestos en los parlamentos, existen tres características comunes que se manifiestan a pesar de la distancia, el color o el acento: la negación de la realidad y su sustitución por una posverdad que se adapta en cada caso a sus intereses, su resistencia –tan estratégica como intrínseca– para aceptar los resultados electorales, y la irresponsable y tozuda dedicación a polarizar a la sociedad a la que deberían servir, incluso en situaciones como la actual emergencia mundial, y en la asunción de que se trata de la gran oportunidad para presionar al gobierno legítimo, al margen del efecto que su incapacidad para la cooperación pueda tener sobre la gravedad de los problemas, sobre la precariedad del sistema público para enfrentarse a los mismos de forma solidaria, y sobre el sufrimiento y el riesgo de quienes los sufren en las peores condiciones. Basta con volver a escuchar los discursos de Casado o Abascal en el parlamento español, o sufrir la conducta del nacionalismo que atufa el barrio de Salamanca, para contemplar la insoportable realidad.