Tras la pomposa denominación de obsolescencia programada se esconde la enésima forma de tomadura de pelo que apunta como víctima al sufrido consumidor. Este atraco comercial a mano armada consiste en programar el fin de la vida útil de un producto para que, por narices, no quede más remedio que comprar otro. Lo que se conoce como fidelización no deja de ser otro rostro de la adicción y, además, tan rentable como aquella. Por supuesto, el fin último de tan lucrativo negocio no es ni mucho menos producir género de calidad sino, simple y llanamente, obtener estratosféricos beneficios económicos. Ni las verdaderas necesidades de los compradores ni las perversas repercusiones medioambientales asociadas a este modus operandi importan un bledo a sus promotores. Sin ir más lejos, hace apenas tres años el mercado estimaba que la duración media de un móvil rondaba los dos años. De acuerdo con las últimas estadísticas, este plazo se ha reducido a menos de uno. Dispuesta a batir récords, yo llegué a conseguir que el mío sobreviviera cincuenta y cuatro meses en perfecto estado de revista. Está claro que como cuidadora no tengo rival. Sin embargo, con todo el dolor de mi corazón y consciente de asistir a sus boqueadas finales, voy a verme obligada a sustituirlo por otro con el que, a buen seguro, no terminaré de aclararme.

La práctica en cuestión ha generado un creciente malestar social y, por ello, la propia Unión Europea ha pretendido frenar esta deriva sin sentido. Se trata de desactivar la desoladora ecuación de “comprar, tirar, comprar”, que define la vertiente más salvaje del consumismo, así que los fabricantes van a tener que ponerse manos a la obra para evitar los óbitos prematuros de móviles, lavadoras, hornos microondas o impresoras -por citar algunos de los cadáveres más recurrentes de nuestro día a día-. Y eso que no son sólo los aparatos tecnológicos los susceptibles de padecer esta enfermedad congénita. Prácticamente cualquier artículo puede formar parte de la lista negra de artilugios irreparables y poco rentables.

Algunos expertos afirman que la solución pasa por aplicar beneficios a aquellas empresas que apuesten por creaciones de mayor durabilidad y que luzcan etiquetas explicativas de cómo poder ser reparadas de un modo sencillo. Son propuestas surgidas a raíz de unos estudios del popular Eurobarómetro, que avalaban que más de dos tercios de la población europea estaría dispuesta a asumir aumentos de precio a cambio de permanencias superiores a un lustro, y que tres de cada cuatro individuos preferiría arreglar antes que comprar. La relevancia de estas medidas estriba, pues, en la necesidad de erradicar esa tendencia al exceso y a la opulencia con la que, a fuerza de agotar sus recursos despiadadamente, nos estamos cargando el planeta.

Esta apuesta de la UE no sólo ampliaría la edad de las máquinas sino también la de sus componentes y, como resultado de decantarse por una asequible reparación (hasta ahora, por desgracia, salían más caras las cintas que el manto) en vez de por una obligatoria nueva adquisición, el nivel de residuos descendería sustancialmente (dentro de nada los países del Viejo Continente generarán unos doce millones de toneladas). Visto lo visto, para perfiles como el mío -primate analógica para quien cambiar de dispositivos equivale a una auténtica tortura china-, la perspectiva no puede ser más alentadora. No todos estamos obsesionados con poseer el modelo más actual de teléfono, ni la cámara de fotos más moderna, ni el ordenador de última generación, como tampoco tenemos ninguna intención de resignarnos a ser una pieza más del engranaje de una sociedad desnortada que, a menudo, prefiere las cosas a las personas. En cualquier caso, es evidente que, si no se revierte con decisión esta contemporánea propensión a consumir por consumir, nuestro porvenir pinta color de hormiga. Como objetivo para inaugurar este 2021 me parece tan loable como apuntarse al gimnasio o dejar de fumar. Y bastante más original.

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