No aprendemos. La democracia que hoy se nos explica desde los púlpitos catódicos por nuestros mediocres poncios se ha ido simplificado ominosamente, hasta presentarse como el triunfo de la voluntad de las mayorías. Pero la democracia es mucho más que eso. Es –sobre todo– asunción de la alternancia, tolerancia ante el contrario, consenso en todo lo que es posible, colaboración entre adversarios que no pueden serlo en todo, porque en democracia la ideología del mínimo común denominador debe basarse en el respeto a los derechos de las minorías, la aplicación de la ley y el control del poder de quienes gobiernan. La democracia es el nombre moderno de lo que antes llamábamos civilización: una forma de avanzar entre tropiezos y errores, aplicando el sentido común, la buena crianza y un estar templado. Cuando yo era joven, los marxistas (yo entre ellos) calificábamos despectivamente la democracia imperfecta y posible de Occidente como formal, para acusarla de artificio de los poderosos, un sistema de enjuagues y pertinencias creado para amansar y controlar a los del común. Craso error, despreciar la formalidad: es el razonamiento de nuestros sentidos, lo único que sujeta nuestras pasiones humanas (tan salvajes y animales, a veces) y las hace asumibles y quizá respetables para el que tenemos enfrente, entregado igualmente al desvarío de las suyas propias. Las formas no son la petrificación de la vida, todo lo contrario, son el instrumento para embridar el conflicto social, para permitir que aflore el diálogo, para proteger el maridaje de la razón y el deseo. Las formas son la escalera del progreso, como el caos la puerta al poder dictatorial.

Pero las formas nunca han sido amadas por las masas. Las masas se mueven ante el conjuro de la verdad absoluta, que pasa de las reglas y las normas y las formas como de la peste. Las masas adoran el becerro dorado de las certezas religiosas, el orgullo nacional, la pureza de sangre o la simpleza ideológica. En una sociedad crispada, humillada por la crisis económica y aterrada por el vértigo de un futuro de milagros, en una sociedad enfrentada al reconocimiento de su fracaso para evitar los desastres de la naturaleza o de la vida, las formas pierden todo su arcano prestigio. No queremos gente que nos razone y se explique. Queremos soluciones. Y además cada uno quiere la suya. Propia y excluyente.

Supongo que hasta el hombre más zafio sabe que nadie puede salvarle de sí mismo, de sus miedos y fracasos. Pero eso no importa. No importa si la promesa de un mundo en el que quizá se cuente contigo, o un grito de guerra, es capaz de ofrecernos ese instante de rabia y destrucción que nos haga sentir también poderosos. Quien no haya sentido la desolada perplejidad que viene después de la furia quizá no entienda, ni pueda entender, la deriva de la humanidad, de esta civilización y de este país nuestro, enzarzado siempre en la recurrencia del odio entre sus élites.

El asalto al Capitolio no ocurrió aquí, pero podría. Debiera servirnos para reconocer los peligros a los que nos conducen el populismo, la polarización y el asesinato moral del adversario. Lo sucedido en Washington es una advertencia vicaria de adónde nos conducen la crispación y el desprecio, alimentados por quienes se sienten dueños de todas las verdades.

Recojamos ese aviso. Aún estamos a tiempo de hacer catarsis.