A todo cochino le llega su San Martín, dice la sabiduría popular. Donald Trump ha demostrado ser un cantamañanas, un populista peligroso y un iluminado irresponsable. Ahora, además, es todo eso, pero con las manos manchadas de sangre. El espectáculo de miles de ciudadanos invadiendo el Congreso y el Senado de los Estados Unidos –después de que el actual presidente les llamara a manifestarse– ha dado la vuelta al mundo. Y con él, ha llegado el ocaso definitivo de una anomalía política. Trump se ha cavado una fosa muy profunda. Su estrategia para presentarse de nuevo a unas próximas elecciones yace enterrada en el mayor escándalo de la reciente historia de la democracia norteamericana. Al partido Republicano le queda un largo calvario: el precio por haber unido, algunos a regañadientes, su destino al de un ególatra político sin límite ni medida. Algunos países deberían tomar buena nota de hacia qué siniestro lugar conducen los que juegan a dividir la sociedad en dos bloques mutuamente intolerantes. Los que no acatan las reglas de la democracia, sino que pretender subvertir el orden establecido sustituyendo la democracia representativa por el populismo callejero y la algarada. Cuando se cabalga el tigre del populismo y se mueven las masas a impulso del odio y la revancha se están impulsando procesos difícilmente controlables. La pérdida de la tolerancia y el respeto produce daños irreparables en las sociedades. Incluso en aquellas que, con cierta altanería, se creen a salvo de todos los peligros, instaladas en una democracia que siempre es frágil.

Me admira la capacidad de analistas que aún son capaces, esforzadamente, de tirar del lápiz para sacarle las vergüenzas a la propaganda oficial de los gobiernos, con sus montañas que paren ratones, poniendo al aire sus vergüenzas con cifras reales. Hace tiempo que tiré la toalla. Ya no me tomo en serio casi nada de lo que nos anuncia la fanfarria oficial porque jamás en toda nuestra historia hemos tenido en la política tanto cuentista, tanto incompetente y tanto experto en vender milagrosos crecepelos.

La historia de la pandemia en España sería el argumento perfecto de una comedia de humor, si no fuera por las víctimas. Nos advirtieron que el virus sería extremadamente peligroso para los mayores y les abrimos las puertas de las residencias de ancianos de par en par. Los datos están ahí, para nuestra vergüenza. Y seguirán estando cuando pasen los años. Esta sociedad aparca a los viejos en los asilos, porque muy pocas familias tienen tiempo para cuidarlos. Y allí los encontró el coronavirus, perfectamente agrupados, vulnerables y a tiro. Uno de los mayores fracasos de gestión de los incapaces de todo color y ralea política que gastan nuestro dinero y malversan nuestro presente.

Quienes nos amenazan hoy con sanciones y multas si no llevamos mascarillas son los mismos, exactamente los mismos, que nos dijeron, cuando no había, que no eran necesarias. Y es esplendorosamente evidente que mintieron a sabiendas para que la gente no se cabreara por el desabastecimiento de la barrera de contención más básica frente al virus. Tan eficaz que hasta la gripe común ha sido contenida por esos milagrosos tapabocas. Tampoco tenían equipos de protección para los sanitarios, colocados en la primera trinchera, que cayeron como moscas contagiados a las primeras de cambio. Para remediar el desastre desarrollaron una campaña de aplausos y vítores, con el apoyo de las televisiones –incentivadas con muchos millones– que se compadecía bastante mal con el mal rollo de los vecinos de médicos y enfermeras que les pedían que se mandaran a mudar de sus casas.

Urgidos por el bochorno, se lanzaron a comprar suministros en el mercadillo asiático, en un festival de improvisación que acabó como acaban siempre las chapuzas, con artículos inservibles o falsificaciones cutres: compras de las que a día de hoy nadie ha podido dar cuenta ni razón.

En el penúltimo capítulo del desastre está la campaña de vacunación, montada como una gigantesca campaña publicitaria. Los campanarios mediáticos de los gobiernos se han lanzado a prometer una inmunización masiva que la terca realidad se está encargando de desmontar a golpe de cifra. No han sido capaces de articular un sistema eficiente, rápido y fluido para que los colectivos más amenazados por el virus puedan acceder velozmente a las dosis de vacunas necesarias. El proceso está demostrando ser demasiado lento porque la complicada logística que requiere está muy lejos de la capacidad de quienes han demostrado, una y otra vez, que no son capaces de nada más complicado que abrocharse los zapatos, asegurarse las nóminas y hacer una estomagante propaganda. Y así seguimos.