Poco antes de las elecciones estadounidenses, leí un artículo de Sandra Sánchez, preguntándose lo que ocurriría si Donald Trump perdiera y se negara a aceptar el resultado. La cuestión era pertinente: los sondeos daban un margen de victoria bastante abultado a Biden y cada vez que Trump era preguntado si aceptaría la posible victoria de su oponente, se negaba a contestar. No era ni siquiera algo nuevo: había hecho lo mismo en las elecciones anteriores, cuando se enfrentó a Hillary Clinton, y a la pregunta de lo que haría si perdiera, respondía siempre “te mantendré en suspense”.

Lo que vimos ayer, con la sensación de estar presenciando una película de acción de bajo presupuesto (en la que el productor no pudo contratar a Gerard Butller para resolver la situación a tiros y mamporros), es que Trump ha cumplido con todas las peores expectativas. Todas. La historia de esta Presidencia es la demostración de que la democracia –incluso la más consolidada– es algo que puede torcerse en cualquier momento, sobre todo si quienes tienen la obligación de protegerla convierten el poder en el único objetivo. Trump no es el único culpable de la deriva populista, autoritaria e indecente de su administración. La principal responsabilidad es del Partido Republicano, el Grand Old Party de hombres como Lincoln, Teodoro Roosevelt o John McCain, un partido que vendió sus credenciales democráticas y conservadoras a un trilero populista, creyendo que en ese juego lograría preservar su influencia y poder sobre el sistema de Washington. Al final, la deriva de Trump ha llevado a los republicanos al cisma y la división y la ruptura, que solo una brutal catarsis como la de ayer podrá quizá aliviar.

Hace tan solo un par de días, con Trump ya empeñado en resistir hasta el final, alguien volvió a preguntarme por la trama de lealtades y alianzas montada por el fracasado magnate: “¿Y si el Supremo le da la razón y dice que ha ganado?” Contesté que la democracia americana funciona con tal nivel de mecanismos de contrapeso que eso no era posible. Pero ayer, ante la incertidumbre del asalto de sus fanáticos al Capitolio, alentado por el propio Trump desde la tribuna de su mitin multitudinario, entre los compases de la canción Macho Man, me dejé llevar durante unos minutos por el espíritu de Hollywood y vislumbré la posibilidad de que prosperara un autogolpe de estado. Acababa de confirmarse la victoria demócrata en Georgia, que otorga a Biden la mayoría por el voto de calidad de Kamala Harris en el Senado, y la interrupción del recuento de los votos electorales señalaba en dirección al caos constitucional, compañía inseparable de todas las conspiraciones para mantener el poder. Apenas unos minutos después, mientras se restablecía la normalidad, los líderes republicanos comenzaban a apurar sus críticas, y la tele hacía lo suyo, supe que el asalto al Capitolio sería el último episodio de la vida política de Trump.

Quedan dos semanas de folclore, pero quienes pensaban que Macho Man tendría un papel en el futuro de su país saben ahora que solo le queda firmar autógrafos en las culatas de las armas de los Proud boys, o volver a los reality. Y eso si no termina en una prisión federal, pasando sus últimos días vestido de naranja.