En un país donde todo el mundo se prepara los exámenes la noche antes, no hay que extrañarse porque el Consejo de Ministras, Ministros y Ministres haya aprobado la prórroga de los fondos acogidos a la Reserva de Inversiones de Canarias en el último minuto, antes de que expirase el plazo. Es lo natural. Es bastante posible que muchas de las seis mil empresas afectadas se hayan metido en créditos imposibles para materializar las inversiones antes de que acabase el año, ante el peligro de que no se aprobara la prórroga. Se habrán quedado con cara de tontos. Y los que esperaron, confiando en la cultura del “por los pelos”, tan arraigada en los españoles, estarán celebrándolo con champán.

Este año atípico y vírico nos ha mostrado casi todos nuestros defectos consuetudinarios. La incapacidad para establecer un diagnóstico general y una serie de medidas coherentes y prolongadas en el tiempo. Nuestros gobernantes han ido improvisando, a golpe de necesidad, conforme la realidad iba cambiando delante de sus narices. Pasamos de no darle importancia al coronavirus a declararlo el enemigo público número uno. De creer que la crisis iba a ser cosa de unos meses, a saber que va a acompañarnos por mucho tiempo. Y de ir sobrados a pedirle ayuda, desesperadamente, a la Unión Europea.

En términos generales, la sociedad ha mostrado una capacidad de resistencia admirable. La gente sigue viviendo a pesar de las amenazas a su salud. Los pequeños negocios intentan mantenerse abiertos a trancas y barrrancas y el consumo, esa fuerza extraordinaria de nuestras sociedades de mercado, se ha negado a morir completamente. En la otra cara de la moneda está el precio que hay que pagar. Es posible que en los próximos meses las cifras de la pandemia en nuestra isla reflejen el aumento de contactos sociales que hemos tenido en estas fechas pese a las medidas de restricción que se adoptaron en su día. Y ese aumento de los contagios coincidirá con el empeoramiento de la economía. Porque la gente está gastando en estos últimos días del año las reservas del tanque del combustible de las economías familiares.

El presidente del Cabildo de Tenerife, Pedro Martín, que le está viendo las orejas al lobo, ha soltado una frase lapidaria: “La isla no aguantaría otro confinamiento”. Puede parecer una obviedad, pero no lo es. Se trata de un aviso a navegantes. Le está diciendo a quienes toman las decisiones sanitarias que se la cojan con papel de fumar cuando toque endurecer las medidas tras el despendole navideño.

A pesar de que nos llueven millones por todos lados y se anuncian planes y ayudas en confuso tropel, la calle no está mojada. Las administraciones siguen colapsadas y el dinero, si lo hay, no llega a la gente. Los negocios siguen cayendo enviando gente al desierto de un paro del que será muy difícil salir. Los primeros meses del próximo año, con las vacunas, empezaremos a vencer al coronavirus, pero nos espera la peor crisis económica. Confinar Tenerife sería matarnos. El aviso, por lo tanto, es pertinente.

El recorte

Por fin el mismísimo presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, ha dicho con su propia voz, que su Gabinete podría indultar a los nueve líderes independentistas catalanes condenados en octubre de 2019 a penas de entre nueve y trece años de cárcel por delitos de sedición y malversación de fondos públicos. Lo hará, dijo, por “la reconciliación” y porque “este es un Gobierno que desde el principio no ha escondido sus intenciones”. Y es verdad. Desde el primer minuto del nuevo Gobierno, que se formó con el apoyo de los partidos soberanistas catalanes, estuvo meridianamente claro que en la agenda de Pedro Sánchez entraba un nuevo “entendimiento”. Uno que pasó por crear un diálogo bilateral con la Generalidad. Que pasó por derivar inversiones y gasto hacia Cataluña. Y que pasará —poder judicial mediante— por el indulto a unos políticos que, con las leyes actuales —hechas por ellos mismos— cometieron delitos por los que fueron condenados. Durante muchos meses, Pedro Sánchez ha estado negando que los votos tuvieran un precio: bienvenida sea la sinceridad. Los últimos años nos han llevado a una nueva posverdad: quienes luchan por independizarse de España no son delincuentes. Ni siquiera aquellos que en su día apoyaron a los gudaris del tiro en la nuca. Ahora, desde dentro de la democracia, se puede trabajar para destruir el Estado. Y si en esa batalla legítima se incumplen las leyes del Congreso, pero sin sangre, estamos solamente ante pecados veniales en pos del sueño de la libertad. “Cuando hablamos de Cataluña, nadie está libre de culpa. Todos hemos cometido errores”, ha rematado Sánchez. Otra vez la sinceridad. El gran error de España es seguir siendo tercamente, cuando ya casi todo el mundo sabe que va camino de no ser.