Estos días navideños son propicios a interesarnos por los demás, por nuestros familiares y amigos, pero también por los que están un poco más allá, por el prójimo. En medio de la pandemia de covid este interés es necesario para remediar la vulnerabilidad humana y económica que están padeciendo las personas que sufren pobreza, desamparo y soledad.

La pregunta que se hacen muchas personas es si el covid-19 nos hará mejores personas y nos ayudará a construir una sociedad más justa. Me gustaría que fuese así. Pero también puede acentuar lo que los psicólogos llaman “sesgos de confirmación”. Es decir, en vez de hacernos mejores, puede confirmarnos en nuestras peores creencias.

Como todas las cosas buenas, una sociedad más justa necesita que se la empuje. Necesita de la solidaridad pública, mediante nuevas políticas sociales. Pero necesita también de la fraternidad humana. De que seamos mejores personas. Fraternidad es una palabra que ya no utilizamos, pero sin este sentimiento es difícil pensar que las políticas de solidaridad puedan avanzar. Antes de ver el por qué, déjenme señalar dos buenas razones para defender una mayor justicia social.

En primer lugar, la justicia social es un imperativo moral para una sociedad decente. Las personas buscamos por encima de todo dignidad y reconocimiento. La pobreza y la falta de oportunidades lo impiden.

La justicia social es también un imperativo para una economía equilibrada e inclusiva. Hasta hace poco, los economistas pensábamos que una mayor justicia social provocaba un menor crecimiento. Esta relación inversa era conocida como el “dilema entre equidad y eficiencia”. Ahora sabemos que no es así. Un aumento razonable de la equidad mejora la eficiencia de la economía. Es una epifanía que aún necesita ser difundida.

Si la justicia social es un requisito para el crecimiento inclusivo y la democracia liberal, entonces nosotros no vamos bien. Los datos del INE, de Cáritas o de Save the Children muestran un empeoramiento abrumador de la desigualdad y la pobreza en las últimas décadas. Les confieso que me cuesta aceptar esos datos. Mi primera reacción es pensar que están mal. Pero (no) tengo que reconocer que el error está en la realidad social y no en los datos.

El último en confirmarlo ha sido recientemente el Fondo Monetario Internacional. En su informe sobre la situación de la zona euro señala que hay una triple desigualdad que en España avanza sin parar: territorial, intergeneracional y de género. Durante la pandemia, los que más ganan han resultado afectados 20 puntos menos que los ganan menos. En Alemania y Francia esa diferencias no llegan al 5%. Y, además, los impactos son más homogéneos.

Corregir esas diferencias y la tendencia de fondo requerirá un esfuerzo extraordinario de solidaridad mediante nuevas políticas sociales contra la pobreza de ingresos, las carencias se servicios básicos y la falta de oportunidades. La buena noticia es que la pandemia ha activado la solidaridad de la UE. Los nuevos fondos europeos persiguen dos grandes objetivos: el progreso social y la modernización de la economía. Por lo tanto, podemos financiar nuevas políticas sociales.

Pero la financiación y la solidaridad no serán suficientes. Necesitamos activar el sentimiento de fraternidad, de amor al prójimo. De lo contrario veremos fuertes resistencias a las políticas solidarias. Un ejemplo es el ingreso mínimo vital. A mi juicio tiene que ser una política permanente para poder hacer frente al problema de la pobreza. Sin embargo, una reciente encuesta señala que dos tercios de personas en España (por lo tanto, de todas las ideologías políticas y condiciones sociales) no están de acuerdo con que sea permanente.

Sin un sentimiento de mayor fraternidad, de amor al prójimo, la solidaridad no será suficiente para lograr una mayor justicia social y una mejor economía. Pero llegado a este confieso que como economista no estoy bien preparado para hablar de fraternidad. Quizá por eso me he puesto a leer la última encíclica del papa Francisco, Fratelli Tutti. Habla de la fraternidad desde una perspectiva sorprendentemente sugerente para los laicos. ¡Feliz Navidad!