Esa densa calima que nos vino a visitar para cuestionarnos si el Carnaval pesaba más que la salud ya nos estaba queriendo decir algo; íbamos a tener que tomar decisiones más relevantes que dónde ir a cenar o cuál sería el destino de nuestras vacaciones de verano.

Cuánta gente me vino a la mente al imaginármelos en casa, teniendo que aguantar a sus convivientes, con los que, en otras circunstancias, no se dirían más cosas que “buenos días” y “buenas noches”; poniendo atención verdadera a los niños, que hasta ahora eran solo problema del profesorado, que para eso estaban pagando un colegio, concertado, de los más caros.

Me gustaba imaginar a esa gente, frustrada, porque estaba en casa y no podía ir al Club, ni a montar a caballo, ni a disfrutar de su yate en Los Gigantes, que se sabe, o se cree, que vivirá eternamente con todo lo material que ha ido amasando en base al trabajo de otros… Pero ahora todos igualitos, cada uno con sus miedos y sus miserias, entendiéndose forzosamente con sus demonios. Muchos, no reconociéndose después de haber quedado sepultados debajo de su propio boato.

Fui feliz durante unas breves semanas del confinamiento, al sabernos en un mundo al que no le estaban tejiendo una camisa de fuerza los cuatro locos de siempre.